Un día que pudo ser como el de hoy, pero de 1711, caminaban hacia el Palacio que en la Plaza de las Descalzas de la capital de España poseía el Marqués de Villena e invitados por él, cuatro clérigos, un poeta, un bibliotecario y un abogado. Son ocho humanistas que se dedican a debatir las múltiples cuestiones de actualidad, pero entre ellas comienza a destacar una, que tiene carácter de urgente necesidad y cuyo olvido pone en evidencia a todo un pueblo, todavía por esas fechas considerado como potencia, el primero del planeta, pero muy deficitario culturalmente en relación con naciones vecinas como Italia, Francia, Inglaterra o Portugal. Parece hasta indignante pero nuestra querida España carecía por ese tiempo de una Academia y de un “diccionario de la lengua”. La muerte de Calderón de la Barca (1861) actuó como telón que cerró el escenario del Siglo de Oro, que no tuvo un acto dedicado a la representación práctica de nuestro idioma, que lo habría fijado definitivamente.
En 1713. D. Juan Manuel Fernández Pacheco incorporó tres personajes más a la institución que iba a originarse: “La Academia Española”. El 10 de agosto de ese mismo año se aprobaron importantes hechos. Uno el memorial de la constitución de la academia, sus fines y la petición del amparo Real y el otro establecer las líneas de trabajo a seguir para llevar a cabo la promulgación de un primer diccionario de nuestra lengua.
En España nos gusta ver andar más sobre el terruño suelto que sobre el suelo asfaltado, porque aquel facilita la caída, que es algo que siempre produce risa y satisfacción en aquellos incapaces de dar un paso hacia adelante. Y estos ocho primeros hombres encontraron como tradicionalmente ocurre obstáculos, siempre más esperados y menos dolorosos los procedentes de gente foránea, que los que tienen su origen en los propios del lugar. Y el estirado Consejo de Castilla no cree que estas personas tengan la capacidad suficiente para llevar a cabo estos proyectos, pero ellos siguen en su inepcia crónica. Felipe V, sí creyó en ellos. La Academia pudo constituirse y el primer Diccionario - diccionario de autoridades - vio la luz en 1726 y en 1780 ya sin citas de autores y como Diccionario de la Lengua Española, tras haber pasado por la denominación de “de La lengua castellana” por controversias en la génesis de la lengua, inicia el camino por el que ha llegado hasta nuestros días. Se equivocaron aquellos que solamente querían ver en estos hombres el deseo de privilegios, gajes o cualquier otro tipo de prebendas oficiales pues su finalidad solo fue conseguir trabajar en una tarea que daría gloria y reconocimiento cultural a España y solo pidieron a cambio la dignidad de ser criado Real.
Recordar en estos días a estas -finalmente once personas- nos parece preciso, digno y ejemplarizante. Como también lo es -por como transcurre la actualidad- el evocar el nombre de la que dieron en su época por llamarle “la doctora Alcalá”, María Isidra de Guzmán y de la Cerda, madrileña nacida en 1767 y que solo vivió 35 años. Pero en este corto espacio de tiempo esta inteligentísima mujer de prodigiosa memoria fue académica, de las primeras del mundo, a los 17 años y no hubo otra en nuestro suelo hasta Carmen Conde en 1978. Su condición de mujer era el principal obstáculo para sus aspiraciones y progresos profesionales y culturales, pero con inusitado entusiasmo y férrea voluntad consiguió doctorarse, algo que no se repitió hasta que Martina Castell Ballespi consiguió el doctorado médico. Sin mas aspavientos que el estudio y el esfuerzo, esta mujer debía ser recordada por la corriente a veces desbordante del feminismo actual.
Uno de sus males, sobre todo aquí y ahora, de los gobiernos democráticos es el desprecio por el lince, interpretado en esta ocasión como sinónimo de inteligente o persona de muy alta capacidad y sin embargo tienen una clara atracción por el cordero, cuyo rebaño es fácilmente manejable, con un pastor y perro y además nos da -hagámoslo sinónimo de impuesto- leche para el sustento y lana para enriquecer a veces no solo las arcas oficiales. Nuestro siglo es muy dado a dar al clavo que sobresale, su consiguiente martillazo. Ocurre con los parlamentos hoy día transformados en estadios de fútbol, donde las escasas personas independientes que observan el desarrollo de un debate, al final, al leer prensa y declaraciones de los diferentes partidos o equipos, tienen la impresión o que han visto otro partido o no han visto ninguno, pero hablar de salir reforzado o salir desvalorizado aquellos contendientes a los que se les ha citado sus innumerables incompetencias, solo puede estar en consonancia con un empate de frivolidades. Todo sea por el voto próximo. La dignidad es el polo opuesto de la incapacidad y el esfuerzo, algo que consiguieron erradicar con su comportamiento aquellos once hombres y una mujer, hoy recordados. El silencio, al carecer de ecos, llega a ser injusto.