Era 1959. Estábamos, como en la actualidad, en el mes de marzo. Pero eran distintas las condiciones de vida y también los sentimientos. No es nostalgia, cada época tiene su realidad concreta. En aquel tiempo el día 19, la efeméride de San José, tenía importancia nacional. Era fiesta. La cuaresma tenía mayor solidez y número de fieles y en la semana del 22 al 29, se cumplió el ciclo completo de la Pasión. Con ello parecía que aquel marzo ya no tenía mas que decir, y las imágenes habían vuelto a sus capillas.
Sin embargo, este mes que cito, y que nos cambia los días gélidos y grises por luz y flor, me tenía reservado al filo de consumir su existencia anual, el asombro de la sorpresa.
La ciencia no se detiene. A veces ha caminado por campos sembrados de “minas mediocres” cuya finalidad era el detener o destruir su existencia, pero en la actualidad su paso es firme, profundo y rápido. Los descubrimientos, como el almendro, saturan el espacio intelectual con las blancas flores de la invención.
A veces y con la tristeza pasajera de la decepción, el descubrir la verdad o realidad de las cosas, nos quebranta lo que imaginativamente creíamos. Pero el descubrir el misterio, es subyugar al miedo, sostén del engaño y la tergiversación mundana. Ilusión e imaginación tienen su fecha de caducidad, aunque no la conozcamos. Adivinar es un verbo errante que va buscando su parcela donde descansar, pero sin dejar su carácter influyente. Los charlatanes de todo tipo que preconizan el futuro, cubrirán su cerebro con el ala de la ridiculez. La ciencia se encargará de dejarles a cada uno, inertes, en su hornacina.
Una de las víctimas de los avances científicos, de la neurobiología, ha sido el corazón. Cupido ha enterrado sus flechas y se ha puesto a cubierto dentro de la frondosidad del bosque de los equívocos. La víscera cardiaca ha sido despojada del pódium del amor y es la motivación y el cerebro, donde verdaderamente se asienta, la capacidad de amar. Pero sin el motor, sin ese corazón que se acelera cuando se ama, nunca jamás podríamos llegar a enamorarnos. Ejemplar enseñanza que indica que cuando somos verdaderos, somos imprescindibles.
La calle tenía una delicada pendiente y el mediodía, la luz que cubre de oro las fachadas de cal. Ella subía lentamente saboreando un “helado” que el cálido día invitaba a degustar. Por la acera contraria yo bajaba con la simple idea de ir a comprar el periódico deportivo del día. Al fijar la mirada en aquella niña -no había cumplido por aquel entonces, los quince años de edad- sentí como los latidos de mi corazón golpeaban fuerte y rápidamente sobre mi pecho y me producían un estremecimiento cuyas vibraciones, como si de un instrumento musical se hubiesen originado, emitió un amplio sonido que mi “psique” hizo oración: Me he enamorado.
El motivo fue múltiple, su elegante caminar que daba distinción y vida a una indumentaria oscura, expresión de una ausencia muy querida. Su enorme trenza -icono que tanto alabó Lord Byron- , la delicada belleza de su rostro, o una voz -como decía León Felipe- tan agradable y clara, como una estrella.
Un anochecer de aquel año de 1959, en una esquina raída por el paso de los años y bajo una farola de plato de cerámica, lámpara de bayoneta y pálida luz, le besé la mejilla. Siguió un silencio, y enlazamos nuestras miradas a modo de “nudo marinero de amor”. Hoy día se lo recuerdo con una sensible cuarteta: “Dos besos llevo en el alma/que no se apartan de mi/el ultimo de mi madre/ y el primero que te di”. Mi madre murió muy joven.
En una conferencia que pronuncié el pasado mes de febrero, sobre neurobiología del amor, expuse, creo que con claridad, como es el cerebro el que se enamora, las diferentes etapas que tiene el amor y la duración estadística de las mismas. La ciencia quiere estar en lo cierto y por ello tiene reglas y excepciones. En el amor la excepción la pone la personalidad, la inteligencia humana, el Yo personal, que es la única arma, la única vela capaz de resistir el oleaje que lleva a la deriva y el naufragio de los sentimientos más intrínsecos.
Treinta y uno de marzo de 2023, han pasado sesenta y cuatro años. María del Carmen Mohedas no ha perdido ni un ápice de su encanto y mi corazón sigue acelerando su ritmo cada vez que la beso. El cerebro y la ciencia no tienen esa sublime sensibilidad. El amor es una dádiva divina.