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El jardín de Bomarzo

Escrache invertido

Vayan por delante dos ideas que me asaltan sobre esta moda nacional repentina bautizada como escrache, originaria de Argentina y Uruguay –Wikipedia- en la que grupos de activistas se dirigen al domicilio o lugar de trabajo de alguien a quien se quiere denunciar y que viene a ser una manifestación pacífica de acción directa contra, generalmente, políticos, y en España parte de la Plataforma de Afectados por la Hipoteca, y son: entiendo y comparto ciegamente la razón que les mueve y, no solo eso, apoyo iniciativas de acción civil que muevan conciencias en torno a las muchas situaciones denigrantes que padece la sociedad actual, pero no me gusta que nadie se autoproclame con derecho a empapelar la vida privada de otra persona, por muy responsable político que sea, con una acción que, aunque pacífica, desprende tufo a linchamiento público educado. ¿Quién decide qué se empapela hoy, a quién y por qué razón? Porque si nos ponemos a eso, empapelemos España entera con sus verdes y secos montes incluidos y así terminamos antes.

Escrache a la inversa: lo tenemos todo. Y digo que razones hay y muchas. En esta sociedad de la información me quedo perplejo ante los avances diarios que el modelo idea para escrachear cada uno de nuestros pasos e, hilando fino, la intención de darlos, todo ello mediante un sistema de poder construido en la base de oprimir la libertad de los ciudadanos para, seguidamente, explotarles. Tenemos helicópteros punteros con tecnología punta carísima sobrevolando nuestros cielos y, al instante, facturando multas a los incautos sospechosos de abajo, tenemos cámaras ocultas en coches-policía deambulando por las ciudades que captan matrículas y, al momento, digitalizado todo porque somos muy modernos y estamos muy avanzados, te sacan el seguro caducado, de estarlo, la ITV no pasada y, no se extrañen, el último goce en pareja en el asiento de atrás para, si procede, multarte por escándalo público –divago-, tenemos incluso las primeras pruebas, para optimizar recursos, mediante las cuales se envían a Tráfico la foto de la matrícula que te hacen al entrar en un parking para que allí alguien diseccione tus datos y, de darse el caso, un guardia cercano te empapele –escrache en directo- a la salida, tenemos vigilancia con cámaras instaladas por las calles de las ciudades –todo por y para nuestro bien- vulnerando, opino, lo más privado de cada uno e imagino la cara del guardián de turno ante el monitor si usted, en un momento feliz, desliza suave y discreto la mano sobre posadera amada pensando que nadie le ve, tenemos un sistema recaudatorio que, en definitiva, es una joya porque funciona como un reloj suizo: pagas peajes en autopistas, a lo que se añade el extra de la Guardia Civil agazapada y el sobredimensionado impuesto con uno de los carburantes más caros de Europa, tenemos la suerte de pagar impuestos cada vez que detenemos el coche en ciudad entre zonas azules –donde, por norma, no puedes pagar más de 0,40 céntimos y si te pasas de tiempo, multa- y aparcamientos carísimos –donde aunque estés cinco minutos pagas una hora y, la verdad, no entiendo por qué-, tenemos la barbaridad del IVA al 21 por ciento para, definitivamente, desactivar el consumo, pagamos tasas sobrevaloradas de basura, de agua, IBI, hacienda, impuestos de donación al doce por ciento para que ni a tus hijos puedas dar dinero sin que cobre el Estado, tenemos un sistema rígido para no pagar más de la cuenta en efectivo y, por descontado, para que si ingresas en tu banco por encima de lo estipulado suenen alarmas hasta en Bruselas, tenemos bancos que te cobran hasta por guardar tu dinero y, no digamos, tenemos una ley hipotecaria que te hace prisionero del sistema de por vida: pierdes la casa, les sigues debiendo por la devaluación del ladrillo y, de pronto, vives en una cuneta y, claro, casi mejor te suicidas –IU, con el decreto-ley para evitar desahucios en Andalucía, muerde otro trozo electoral a su entumecido socio-; y por tener, tenemos, y a diferencia de nuestros golfos nacionales, parejas inteligentes que se enteran de todo: si usted regresa a casa con un descuadre en las vueltas de la frutería, su amada y nunca bien ponderada esposa le recibe en jarras, altanera y preguntona, a la de éstos les compran un ático de lujo en Marbella o una mansión en Pedralbes al contando y, como son tontas de capirote pero embutidas en rojo Armani, no saben nunca de dónde salía el dinero. Lo tenemos, por tanto, todo, un sistema tan chulo que, además, nos pide constantemente que debemos ser solidarios, más solidarios para con, imagino, los ideólogos de la solidaria idea. Lo extraño es que ese sistema tan medido no sea capaz, debe ser porque no hay helicópteros para eso, de captar al instante la fuga de miles de millones en paraísos fiscales, subvenciones fraudulentas en expedientes de empleo, ayudas irregulares o formación sindical sospechosa, pero ni en eso ni cuando con luz y taquígrafos y en público se hace en nuestra misma, oronda e incauta cara.

Escrache de interés general. Es aquel, me invento, que se realiza de manera sutil, soterrada, sin que nos demos cuenta porque no resulta evidente y, lo peor, sin que haya opción para oponerse, defenderse o evitarlo por parte de aquellos que llegan a intuirlo. Y es que si el origen y fin de las administraciones públicas es garantizar el interés general, deberíamos preguntarnos o, mejor, nos deberían explicar por qué no todas sus actuaciones lo tienen en cuenta. En algunos o muchos ayuntamientos se aprueban concesiones para parking gestionados por empresas privadas y pocos días antes de su apertura se eliminan las zonas de aparcamientos en las vías públicas colindantes; se redactan pliegos de contratación para la renovación del alumbrado público con lámparas LED en las que se incluyen especificaciones técnicas que sólo cumple una determinada marca, no precisamente la más barata, limitando de este modo la competencia y por tanto el aseguramiento de conseguir el precio más económico para el ciudadano; se llevan a cabo concesiones en las que para su adjudicación no se valora la solvencia técnica del empresario que acredite la capacidad de minimizar costes para conseguir una reducción de la tarifa, dando, como lógico sería, mayor puntuación al que más porcentaje de bajada de la tasa oferte; se cobran tributos que financian servicios públicos sin un control férreo de los costes de personal y de funcionamiento que permita el abaratamiento de lo que pagan los ciudadanos. En otros casos, de manera manifiestamente ilegal, se establecen tarifas cuyos ingresos exceden el coste del servicio y, con ello, se permite la financiación encubierta de otros gastos, algo que está expresamente prohibido por el Texto Refundido de la Ley de Haciendas Locales que establece que el importe de los ingresos por tasas no podrá superar el coste del servicio que financia. Y lo dice tan claro como el agua.

La razón. La tienen todos y cada uno de los indignados porque esta democracia nuestra estigmatizada por su falta de consolidación tiende a dictadura civilizada donde el control estricto sobre el ciudadano es milimétrico y, por el contrario, no ha habido, ni hay, rigor de ley que acote el dispendio público, tal vez y también porque el propio ciudadano no ha sido exigente al no asumir como algo suyo la idea de Estado. Y, por ello, defraudarle para lograr pagas, jornales o ayudas improcedentes ha sido socialmente considerado de sujeto hábil cuando tiene otro nombre, tipificado en el código penal: si usted cobra el paro, o lo que sea, de manera ilegal está robando recursos a la educación pública de nuestros hijos, y eso no. Quizás la toma de conciencia global y, con ella, la madurez necesaria para hacer las cosas de otra manera sea lo único bueno que quede cuando todo esto pase, de hacerlo y de seguir por aquí para verlo.
En conclusión, no me gusta el escrache, ni el civil ni ninguno de los otros, ni la pegatina o pitada en casa de nadie ni la cámara sobre mi cogote, que entre eso e internet han matado, y lo apunto por marcharme irónico, aquello que tan divertido, sano, gratuito y morboso era de darle soltura al instinto básico y ferozmente meterse mano en alguna oscura zona de la vía pública porque la economía no te daba para hotelito -¿a quién no le asalta un recuerdo, eh…?-. Hoy, entre una cosa y otra y a los diez minutos, te están viendo el culo en China. ¿Escrache? Sí, todos y cada uno podemos sentirnos dolorosa y legalmente violados.

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