Aunque aún estamos al filo de los tres cuartos de siglo de distancia, las vivencias de los sevillanos de los años cuarenta del pasado siglo XX parecen historias irreales, y fueron tan verdaderas como nos muestran simbólicamente las imágenes que reproducimos. El sillero era un servidor de la población que hacía posible la reutilización de sillas, sillones, bancos y sofás… Sí, nadie tiraba nada. Todo era válido… La gente se reunía en las plazuelas y esquinas de las calles para escuchar y ver las estampas que traían los charlatanes, con historias de crímenes escalofriantes, como promotores de las actuales series de televisión y antes de las radios. Y en cuanto a la alimentación, hemos de recordar que la pescadería era la base de todas las clases sociales. Desde las especies más nobles hasta la modesta sardina, desde los trozos de pescada frita hasta los pedacitos y las sobras refritas de los peroles, o sea, lo que llamaban “mijitas”… ¡Cuánto ha llovido! Pero quienes vivieron aquellos tiempos no los olvidarán nunca.
Las restricciones eléctricas eran cada vez más frecuentes y rigurosas. Ya no sólo afectaban a la industria y comercio, sino incluso a los alumbrados público y privado. Durante el otoño e invierno de 1943, Sevilla parecía durante las tardes y noches una “ciudad fantasma”, con apenas luces en las calles, y los escaparates y rótulos comerciales apagados. De poco sirvieron las rogativas organizadas por el cardenal Segura para que lloviera. Faltaba agua para todo: para las turbinas hidráulicas de la Sevillana de Electricidad, para regar los campos y para el abastecimiento urbano.
Los sevillanos, como la inmensa mayoría de los españoles, sufrieron unas condiciones de vida inimaginables por las generaciones actuales.
La ciudad sufría también una oleada de mendigos. Como a finales de la Exposición de 1929, después de la guerra civil y primeros años de postguerra, Sevilla volvió a ser “rompeolas de los desesperados” de la propia provincia y de las provincias limítrofes. Gente forzosamente desarraigada buscaba en la capital andaluza comida, techo, trabajo, hospital... La mendicidad fomentaba la picaresca y ciertos tipos de delincuencia menor.
Los “años del hambre” no habían hecho nada más que empezar. Todavía quedaba por llegar lo peor, mediada la década de los años cuarenta. Pero nadie estaba preparado para tanto tiempo de adversidades, como si España y los españoles hubieran merecido un castigo divino. Cuando mediado 1939 comenzó el racionamiento de alimentos, la gente pensaba que sería una situación transitoria. Cuatro largos años habían transcurrido desde entonces, y nadie tenía esperanzas de rápida solución.
Un plato de comida era una bendición de Dios. Había hambre física, carencias alimentarias acumuladas, que ya comenzaban a dar la cara en las enfermedades endémicas de siempre, sobre todo la tuberculosis... Los corrales de vecinos, azotados por las riadas del Guadalquivir, eran focos seguros de tísicos. El “piojo verde”, la sarna, las fiebres infecciosas, las hepatitis, añadían nuevas y graves preocupaciones a las autoridades sanitarias.
En la alimentación se impusieron los sustitutivos: el flan sin huevo, el café sin café... Todo eran mezclas más o menos autorizadas. El bacalao, los arenques, los boniatos y batatas, la malta, el tocino, las legumbres y el aceite de soja, no eran alimentos suficientes para atender la demanda social. La cebada tostada suplía al café, el boniato al pan y la patata... El aceite de oliva, la leche condensada, el pan mitad de trigo y mitad de maíz o avena, las carnes, eran productos para gente con recursos económicos elevados, que podían pagar los altos precios del mercado negro. Muchas familias obreras tenían que vender parte de los alimentos caros de sus cartillas de racionamiento, para poder comprar otros más baratos.