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La desvergüenza del G-20

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El mensaje fundamental que la cumbre del G-20 ha enviado al cosmos consiste en que el sistema capitalista es intocable. Éste fue realmente el único mensaje que salió de ese cónclave de embaucadores, embusteros, agentes dobles, brujos, charlatanes, cínicos y trileros. Hubo muchas propuestas, muchos papeles llenos de literatura pastoril y augurios tan esperanzadores como falsos: todos los dirigentes que concurrieron a aquella fastuosa y mediática sesión de espiritismo llevaban, en sus carteras y portafolios, expedientes y dictámenes elaborados con astucia por sus respectivos gabinetes de magos y alquimistas, expertos en la sabiduría hermética y en el lenguaje de los pájaros. El encuentro ha sido calificado de histórico. Habría que matizar y concluir que, en efecto, ha constituido una asamblea histórica, pero histórica por su carácter falaz y oprobioso, por la insufrible hediondez ambiental que ha reinado en las estancias del National Building Museum durante todo el tiempo que duró la comedia allí representada.

El capitalismo es intocable, pero admite reformas y correcciones. Ésta es la contemporizadora coletilla añadida a la consigna central. Se habla de la refundación del capitalismo, de la necesidad de otro capitalismo que genere riqueza para todos. Pero, por lo visto, a ninguno de los mandatarios asistentes se le ocurrió mencionar, aunque fuese con prudencia y de pasada, el fondo intrínsecamente relapso de un ordenamiento económico que no tiene, ni puede tener jamás, en virtud de su propia naturaleza, otros mecanismos básicos que la explotación del hombre por el hombre, el sagrado precepto de la plusvalía, la inevitable desigualdad en el seno de las sociedades, la codicia y la usura como motores del incremento de beneficios o el sometimiento y expolio de extensas áreas del orbe. Sin embargo, sí cuajó el acuerdo generalizado de que algo debe cambiarse para que todo siga igual. El consenso entre los participantes en esta merienda de buitres no ha ido más allá de la célebre fórmula que Lampedusa, en El gatopardo (1958), pone en boca del Príncipe Salina como respuesta a los ofrecimientos de Chevalley di Monterzuolo.

Fidel Castro, en un artículo publicado en Granma, aporta uno de los análisis más lúcidos sobre la conferencia del G-20. En su escrito, Castro señala el continuismo de la hegemonía universal que seguirá detentando Estados Unidos, nación que no fue objeto de la menor crítica por sus métodos despóticos y criminales. El viejo líder cubano sacó su vena lírica para afirmar que “no fueron rozados ni con el pétalo de una flor los privilegios del Imperio”. A George W. Bush lo puso en su sitio: “ha invertido en sus aventuras sangrientas todo el dinero que habría sido suficiente para cambiar la faz económica del mundo”. También dijo que el comunicado final era un canto de alabanza al FMI, al Banco Mundial y a las organizaciones multilaterales de crédito que han sido los “engendradores de deudas, gastos burocráticos fabulosos e inversiones encaminadas al suministro de materias primas a las grandes transnacionales, que son además responsables de la crisis”. El remate del artículo de Castro, en el que emerge una amarga ironía, no tiene desperdicio: “Si se dispone de la paciencia necesaria para leerlo (el documento resultante), podrá apreciarse cómo se trata simplemente de una apelación piadosa a la ética del país más poderoso del planeta, tecnológica y militarmente, en la época de la globalización de la economía, como quienes ruegan al lobo que no se devore a la Caperucita Roja”.

En Washington faltaron las voces de las víctimas de la opresión y la pobreza: las voces de esa mayoría de habitantes de la Tierra que padecen el hambre y toda suerte de calamidades para que los desarrollados vivan de puta madre. Como siempre.

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