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El jardín de Bomarzo

El equilibrio perdido

 Sentado andaba yo en mi matutina y playera jornada de sábado, oteando el intenso azul del horizonte y dejando acunar mis pensamientos por el plácido susurro de las olas del mar que parecióme que en esos segundos de calma y sosiego por fin el mundo en su conjunto había entrado en estado de absoluto equilibrio. Calmado y, repito, equilibrado conmigo mismo y con mi entorno andaba yo, mis hijos cubo y pala en ristre planificando la nueva filosofía urbana de nuestra parcela de playa, mi amada y nunca bien ponderada esposa a lo suyo, el sol y el silencio, que mi mirada, inquieta ante todo atisbo de movimiento, se posó en una pareja de recién llegados a la tercera edad. Qué monos ambos dos, toda una vida juntos y ahora, veteranos en su madurez, se vienen a pasar ese estupendo día de playa. Qué monos, pensaba yo mientras ambos dos se dirigían directos a mi equilibrada zona a pesar de nos rodeaban kilómetros de vacía y estupenda playa. Qué monos, seguía pensando yo algo más mosqueado, eso sí.
Como suele pasar, el equilibrio comenzó a tambalearse. Ambos dos, los qué monos de hacía un instante, pasaron directamente a integrar el mundo del reino animal, rama primates, cuando asombrado observo que se sitúan a escasos tres metros de mi hasta entonces equilibrada figura, se despojan de sus hábitos decentes y él, tanga marca-paquetito chillón, y ella, ubres al aire cual flotadores de navío mercante, se despelotan entre mi mirada y ese azul intenso que antes me daba equilibrio y que ahora refleja un cuadro que me recuerda al puesto del mercado donde los sábados compro la panceta y la presa ibérica. Puag.
Una de dos, o levanto el chiringuito y me alejo un kilómetro o saco el libro. Decido pues retomar la búsqueda del perdido equilibrio a través de la literatura, porque largarme parecióme atentar contra una dignidad, la mía, que defendía el hecho de haber llegado primero. Reconozco pues que con el rabillo, el del ojo, observaba a mis nuevos vecinos de parcela cuando ella alzó su oronda figura para con, alegres y repetidos aspavientos de brazos, dar el aviso a alguien que, para mi desgracia, acercábase. Como si no la vieran teniendo en cuenta los 130 kilos de redonda persona y el casual hecho de que, insisto, la playa estaba vacía. Cada vez menos, eso sí.
Otras dos señoras también recién llegadas a la tercera edad se acomodaron con mis vecinos en la que hasta hacía solo unos minutos era mi solitaria parcela de playa. Las dos nuevas inquilinas venían despelotándose con ansiedad por el camino, melones al aire y tangas culeros, botes de cremas, frotamientos múltiples y carcajadas de las que te rompen el tímpano. Desfile de culos añejos. ¿Equilibrio, dónde estás?, pensaba yo concentrado mirando letras de mi libro que hacía rato nada me decían.
Con el rabillo, el del ojo, veo que mis hijos hace rato han dejado de organizar la arena de la playa y absortos observan la escena. Estoy por comprarles pipas para calmarles la ansiedad ante la incertidumbre del desenlace, o irme a casa no sea que luego sueñen. O venderle el guión a Tarantino para una peli. Las dos recién llegadas, ante tanta crema y frote, se animan y nos deleitan con una colección de mimos y besucos porque, se ve, son lesbianas. Que me parece bien que todo el mundo se arrime al árbol que más le apetezca, pero que a ser posible no den el pase en horario infantil. Pero no me quejo porque igual me queman en la plaza del pueblo ya que parece que últimamente está por encima la libre expresión corporal a la educación infantil. De eso Bibiana, la ministra, sabe mucho. Y lo peor es que va y nos lo cuenta. Y pensaba yo entonces en mi abuela, que no se quitaba ni el luto ni el moño ni la playa y en qué pensaría ella de todo aquello. El cuarteto de la muerte de enfrente, la ministra, los de Colega y seguramente muchos más dirían que mi abuela era una antigüa. Una antigüa, me contaba ella, que la noche de bodas, virgen en todos los centímetros de su cuerpo, yació con su recién estrenado marido con uno de esos camisones que llevaban una ventana abrochada con botones en la zona baja en cuestión de máximo interés porque hacer sexo era lo pactado según el reglamento pero que la viera a toda ella desnuda resultaba de lo más indecente. Así que mi querido abuelo estrenó amor, pero ver vio poco. Vamos, ná. Un camisón blanco tobillero y, eso sí, sensaciones múltiples, imagino. Y yo pensaba en esto y en los límites, en mi abuela y en los cacho-carne de enfrente, en mis hijos, en si comprarles pipas o gusanitos porque no habían perdido hilo de la versión porno costera de Patito Feo se hace mayor y, cual Dinio errante, se confunde, y todo ello me llevó, no me pregunten por qué porque ni idea, a los brotes verdes de Zapatero y, claro, a la definitiva mierda el equilibrio llegados a este punto. Pobre ZP, siempre surge cuando algo va mal.
Me quedo con mi abuela, que además de ser mía era insultantemente decente, casta, pura y antigüa en toda la expresión de la palabra. Que tardó lo suyo en enseñarle un pecho a su marido –eso no me lo contó pero lo quiero imaginar- y que de haber estado allí se hubiera liado a sombrillazos con el cuarteto de enfrente. Y no digo yo que quiera a mi esposa con camisón largo de noche y ventanuco con vistas al mar, que me da un algo, sino de los términos medios. De la sensatez. Es una cuestión de límites y de recuperar esos equilibrios que perdemos por el simple hecho de que mola más ser transgresores que normalitos. Y es que parece que comportarse con normalidad cotiza a la baja en un mundo que todo lo hace a lo bestia, desde entrar en crisis o machacar el sosiego de una familia que buscaba paz y equilibrio en una mañana playera y se encontró con un todo a cien de carne y hueso.
Mi esposa a lo suyo, sol y siesta. Es otro modo de ver las cosas. No mirar.

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