El consejo y el fino

 Veo a Bertín Osborne brindar con tinto en casa de los Bohórquez en la despedida del programa de La 1 que le devolvió a Jerez 30 años después –menos mal que Fátima, la amable regidora de La Posada, le puso una copita de fino-. Veo series de televisión, como es el caso de Gran Reserva, donde las copas de rioja se consumen hasta en el desayuno y donde queda patente la apuesta que ha hecho el consejo regulador de estos vinos para que las botas de las bodegas que protagonizan esta serie contengan el rojo intenso de los vinos del Duero. No veo por ningún sitio el dorado de los finos de Jerez, o de la manzanilla de Sanlúcar, el ocre de los palos cortados, el rojo medio de olorosos, amontillados y oscuro de Pedros Ximenez. No veo los vinos del marco de Jerez por ningún sitio, y me pregunto qué hace mientras tanto ese consejo regulador que ha perdido por completo la batalla en los restaurantes, en las barras donde antaño se consumían copas y copas de nuestros vinos y hasta cualquier mal brebaje de la República Dominicana o alrededores le gana en la copa larga a los maravillosos brandies de por aquí. No entiendo nada. Me da que nuestro consejo solo regula los salarios de los que lo integran y el presupuesto para importantísimas comilonas que, visto lo visto, no valen para nada, y a los nefastos datos de ventas me remito.
Y me sorprende porque cuando agarro una copa de fino o de manzanilla, no de todos pero sí de la mayoría, y huelo su aroma, y cato sus sensaciones, me convenzo de que estoy ante un enorme vino, grandioso, brillante, que en dos sorbos destensa todas tus tensiones y te transporta a un lugar al que solo llegas a través de los buenos vinos. Y entonces pienso en el tinto, que no digo que no esté bueno y que a veces incluso apetezca, pero que es tintorro. Lo sé, tal vez se me note demasiado que nací en Jerez y que me duele lo mío y por eso hoy me he citado con un tío, que se llama Pepe, y al que mi padre adoraba desde chico porque siempre le trató muy bien.