La “Evolución”, la teoría más querida y creíble por los científicos modernistas, no nació huérfana, sino que tuvo y tiene su padre en la persona del “naturalista inglés”. Charles Darwin y su “selección natural” no presagiaron lo que el futuro les deparaba. Por lo hasta ahora conocido, no hay ninguna mutación que nos lleve a un ser orgánico superior al ser humano. Puede ser una equivocación o solo una pausa dentro de la teoría evolutiva y, aunque nos inclinamos más por esto último, sin embargo, comenzamos a vivir una realidad que está consiguiendo ser punto de inflexión entre lo ocurrido antes y después del enorme desarrollo técnico que nos lleva a la Inteligencia Artificial.
Las personas han dejado a un lado el fuerte pedestal de la corteza cerebral donde asentaban su memoria, su inteligencia y también su voluntad y han contraído un matrimonio de conveniencia, basado más en el deseo que en amor, con aparatos electrónicos libres de desavenencias o controversias, que se muestran serviles a nuestras manos que es su piel de cordero, pero que comienzan a superarnos de modo implacable que es su epidermis de lobo. Futuros cadáveres asoman por el horizonte.
Nos envuelve una tristeza -sentimiento que aún nos queda- y una enorme ternura -requiebro de nuestra alma- hacia una de las primeras víctimas que se vislumbran en un futuro próximo: el libro. No solo sigue su lucha por prevalecer como protagonista en la lectura y el saber, sino que reiterada y puntualmente sigue celebrando año tras año su festividad. La “feria del libro” alcanza por estas fechas el suelo de la plaza central de los pueblos, ostentando su fuerza de combate literaria. Decía Homero que los héroes combaten y mueren solo para dar motivo a que los poetas le escriban poemas épicos. Quizás tengamos que comenzar a pensar en que seremos mártires en el sentido griego de la palabra, de ser testigos o dar testimonio, mediante delicados sonetos que el camino del libro va a llegar a su meta en tiempo más o menos alargado. Hoy sentado cómodamente en el salón de mi casa he mirado, con los ojos que se miran a las cosas que se aman, a un gigante del saber, al máximo colaborador al que acudíamos cuando nuestras dudas o ignorancia en cualquier tema, necesitaban respuesta o aclaración: EL ESPASA, el summun de las enciclopedias. Cuánto tiempo hace que no acaricio sus hojas. Ya la misma editorial en el año 2002 la decapitó, dejando de imprimirla en esos hermosos tomos que realzaban la belleza del decorado salón. Surgió el cambio hacia los pequeños discos, los CD, una especie de incineración en plástico del saber. Un cambio, una nueva moda para ponerse en contacto con la cultura y la ilustración. Los cambios y las modas precisan innovar su indumentaria. La belleza no sabe de modas, porque no necesita ir vestida.
Frente a esta enciclopedia citada, La Historia de España, de Menéndez Pidal, con la misma “espada de Damocles” sobre su dorso. No sé exactamente si ambas se han jubilado o viven un mundo de momificación, lo qué si es real es que han sido totalmente vencidas por el Google, por las redes sociales, por la rapidez de los medios electrónicos o por el progreso, que cada día va ganando batallas -en principio pírricas- a la naturaleza, pero que el presente y no digamos el futuro de la mano de la inteligencia artificial hará que aquellas sean épicas.
Mientras tanto en nuestra “salada ínsula” celebramos la fiesta del libro. Es verdad que no hay libro tan malo que no contenga algo bueno, pero también es cierto que lo que necesitamos son lectores, más que escritores, porque si estos no son leídos, tampoco es preciso que sigan utilizando la pluma. Hay un lema sencillo que indica cómo se puede aumentar el “mundo de la lectura” basta con que lo que se escriba, se lea sin esfuerzo alguno, lo que indica la calidad, el brío y la creatividad de la mano escritora.
El progreso nos acorrala. Sus avances son más rápidos que las mutaciones y la división celular, pero como los amantes en la película Casablanca a los que la situación obliga a separarse y se dicen la frase “siempre nos quedará París”, a nosotros siempre nos quedará el duende, la certeza becqueriana, de que llevamos algo divino en nuestro adentro, el toque del creador que el gigantesco progreso no es capaz de comprender, como tampoco comprendo que se hable tanto de él en los círculos políticos y de poder, mientras niños y jóvenes, fríos y yertos, ocupan el suelo de los campos de combates por la soberbia humana o los pueblos vivan totalmente enfrentados dentro de una misma nación, porque la envidia o el odio crece más rápido que las mutaciones, los tejidos y las máquinas electrónicas.