José Avecilla no es precisamente un desconocido para este periódico y para numerosos arcenses. Hace algunos meses aparecía en estas páginas denunciando su dramática situación personal después del terrible accidente que sufrió en 1992 y que le dejó en silla de ruedas para toda la vida.
Sin embargo, su problema no es la falta de asistencia, pues la colaboración institucional le proporciona los cuidados de una mujer cinco días a la semana para realizarle trabajos de limpieza y de cocina, aunque su situación económica no sea muy bollante, pues no alcanza los 400 euros mensuales de pensión por una discapacidad del 86 por ciento. Su gran problema es la soledad, pues su difícil carácter le provocó un alejamiento total de su familia y de muchos amigos, hasta el punto de verse solo en la vida, con muchas horas por delante sin tener a nadie con quien charlar o pasar un rato de compañía y sentir de cerca el calor humano.
José vive en el número seis de la calle Cristóbal Romero, en un inmueble de su propiedad que compartió con su madre hasta que ésta decidió abandonarlo por su genio y su constante mal humor. Una vivienda totalmente adaptada donde la vida para una persona con discapacidad no tiene que ser complicada, pero donde la soledad preside cada rincón de un hogar que parece haber dejado de serlo, donde no suena la risa de un niño, la riña de una madre o el más mínimo murmullo signo de convivencia.
Con el tiempo, José asegura que ha domado su mal genio, que en cierta ocasión le llevó incluso a echar literalmente de su casa a sus hermanos. Antes bebía alcohol asidua y abundantemente, y gastaba casi todo su dinero en juegos de azar; hábitos que abandonó hace tiempo, habiendo conseguido desde entonces retomar una vida social con cierta normalidad y con hábitos mucho más saludables. “Antes no estaba en mis cabales, ya no bebo ni echo en las máquinas. Me gustaría demostrárselo a mi madre, a mis hermanos y a todo el mundo. Quiero pedirles perdón, y si pudiera me pondría de rodillas. Estoy amargado, y cuando entro en casa no puedo con la tristeza”.
Su situación de soledad es tal que incluso ha pensado en más de una ocasión en arrebatarse la vida, lo cual confiesa como cierta amenaza para que alguien lo escuche y, si puede, lo entienda...
Vivir con lo justo
Con poco más de 360 euros al mes tiene que atender los gastos de su vivienda, aunque esté libre de hipoteca, así como los numerosos productos farmacéuticos que por su enfermedad debe tomar a diario, los productos de limpieza e higiene personal y los cuatro alimentos que se lleva a la boca. Pero asegura que el dinero no es su problema, aunque considera que debería percibir en torno a 600 o 700 euros mensuales para llevar una vida, si cabe, más digna y sin tantos aprietos.
Ahora su único vicio es el tabaco, del que espera quitarse para siempre con un poco de voluntad, aunque también admite que le resulta muy difícil por su continuo estado de ansiedad y por el estrés que asegura sufrir.
“Sé que mi madre está mal de salud. No quiero que venga que ayudarme, ni a limpiar, darme de comer... Lo que quiero es que me visite de vez en cuando para sentirla cerca y no verme tan solito”. Y es que sus amigos también le han dado la espalda, a pesar de haberse divertido mucho tiempo con ellos cuando disfrutaba de la importante cantidad económica que le deparó la indemnización por el accidente que sufrió en 1992 y que le dejaría una terrible discapacidad. Entonces, cuando tenía dinero, se le pegaban los amigos como las moscas, pero cuando el parné se fue también se fueron las compañías, las risas y los ratos de juerga.
Ahora su vida se limita a levantarse muy temprano, pues el insomnio no le deja vivir tranquilo. Suele charlar varias horas con su amigo conductor del tren turístico apostado en la calle Boliches; tomar un café en un bar cercano y poco más. Las tardes le resultan interminables, haciendo zaping con el televisor instalado en su habitación, pues apenas le quedan ganas de ver una película, escuchar un disco, leer un libro o asistir a un espectáculo.
Sabe que su genio le ha pasado factura y que por ello ha pagado caro sus pecados, pero también alberga la esperanza del perdón, del perdón de una madre que seguro que le quiere en el fondo y que no le olvida. Si existe el perdón verdadero, he aquí una situación humana que lo reivindica. José sabe que es difícil, casi imposible, pero también que sólo encontrará la felicidad en el perdón de su familia.
Tanta soledad, tanta amargura, le han hecho reflexionar sobre su vida y su fatal destino, que sólo espera vencer con algo de compañía y un poco de calor familiar. Y es que el perdón entre las personas debe ser posible. Es más, tiene que ser posible.