Pardiez, hay gente plomeada por todas partes. Incluso en mi propia casa. Y eso que vivo solo. ¿Se trata de una plaga? No parece contagiosa, ni llega a adquirir tintes de catástrofe bíblica, pero se diría que poco le falta. Plomeado, es decir, ni cuerdo ni loco sino todo lo contrario, pero aspirando a serlo.
Tomemos el asunto con humor, que es el mejor de todos los sentidos, y vayamos por partes. Además de ingeniar la democracia y el gineceo, Grecia racionalizó el arte. Todos a filosofar sobre la belleza. Roma, por su lado, sacralizó el derecho de propiedad: ¿cosas sin dueño, personas sin cosas? Ni soñando. Así que todos ciudadanos- propietarios. El judaísmo nos estigmatizó con la nascencia pecaminosa. Todos a circuncidarse. El cristianismo pontificó lo incomprensible dándose un baño de sangre y construyendo la fe ecuménica sobre la tripleta del Padre severísimo, el Hijo martirizado y el Santo Espectro. Y todos a las hogueras. Así estábamos, más o menos, por los siglos de los siglos, hasta que llegaron Darwin y Sigmud Freud. Éstos dos tíos, solitos, se cargaron mitologías milenarias. Darwin estudió in situ cuantos bichos de la creación cayeron en sus manos y demostró que somos evolución natural. Todos chimpancés. Y Freud descubrió nuestro sustrato inconsciente y concluyó que el hombre (y la mujer, y cuantas tendencias sexuales puedan imaginarse), es esencialmente un cóctel de instintos que la sociedad reprime desde el propio hogar. Todos neuróticos. Pero, al fin, los hermanos Marx dieron con la clave. Inventaron un camarote y filmaron lo absurdo para que filosofías enteras se vieran en la pantalla de un cine, a módico precio. La moraleja es: con tantos huevos duros, aquí no cabe ni dios. Así que todos a la puta calle. La masificación, amigos: tal es el origen exacto de tantos trastornos. Masificación, es decir, aquí no sobra nadie, pero nuestra capacidad organizativa es muy deficitaria y, en consecuencia, las estructuras se agrietan. Y las emociones. Y las cabezas. Procuro explicarme lo mejor que puedo. ¿Se me entiende? ¿No? Lástima. Fui a un colegio público. Probaré otra vez. Querido Groucho, podríamos decir que las escopetas se fabrican en los hogares y que los otros son los únicos responsables de cargarlas. Pero la explicación definitiva no resulta tan fácil. Pues la pregunta del millón es: ¿por qué fabricamos escopetas? ¿Por qué queremos cargarlas? ¿De qué nos defendemos con tan sutil mala baba? El plomo es un metal dúctil, muy resistente a la corrosión, igual que el oro. Pero puesto en las seseras de algunos se desintegra hasta alcanzar el nivel de plomazo. Y el plomazo, a su vez, cuando alcanza el punto exacto de ebullición y forma aleación con el cerebro, es muy peligroso. ¿El médico no les había dicho nada al respecto? Pues gasten cuidado: el plomo derrite neuronas, atrofia la voluntad y sesga de raíz las autenticidades. (Qué coincidencia turbadora: idéntico fenómeno sucede con el oro.) A menudo me pregunto cómo es posible que los sapiens-plomeados todavía logremos caminar erguidos y no dar con la testuz en los suelos, de tanto peso en la mirada y sobrecarga en el alma. También me pregunto qué hemos hecho tan mal para que el verdadero fabricante de plomadas continúe campando por ahí, a sus anchas, muy ufano e irresponsable, sin nada ni nadie que le arredre. Y también me digo, algunas veces: ¿no será que nos parece mejor idolatrar al poderoso, antes que temerle? ¿Es cuestión de comodidad? ¿O de supervivencia? Será que rehuimos el cuerpo a cuerpo porque escasean las lentejas -lo cual es incierto: están acaparadasy vendemos lo único que tenemos (la libertad) en cuanto sentimos el hambre. Y esto sí que se comprende. ¿A que sí? De este modo nos vino montado el sistema. Ahí, en la vulnerabilidad más íntima, ataca el ladino fabricante y se aprovecha. Y le dejamos. Pardiez, qué contrarios a la coherencia y a la paz son el plomo y otros metales preciosos, querido Groucho.
Tomemos el asunto con humor, que es el mejor de todos los sentidos, y vayamos por partes. Además de ingeniar la democracia y el gineceo, Grecia racionalizó el arte. Todos a filosofar sobre la belleza. Roma, por su lado, sacralizó el derecho de propiedad: ¿cosas sin dueño, personas sin cosas? Ni soñando. Así que todos ciudadanos- propietarios. El judaísmo nos estigmatizó con la nascencia pecaminosa. Todos a circuncidarse. El cristianismo pontificó lo incomprensible dándose un baño de sangre y construyendo la fe ecuménica sobre la tripleta del Padre severísimo, el Hijo martirizado y el Santo Espectro. Y todos a las hogueras. Así estábamos, más o menos, por los siglos de los siglos, hasta que llegaron Darwin y Sigmud Freud. Éstos dos tíos, solitos, se cargaron mitologías milenarias. Darwin estudió in situ cuantos bichos de la creación cayeron en sus manos y demostró que somos evolución natural. Todos chimpancés. Y Freud descubrió nuestro sustrato inconsciente y concluyó que el hombre (y la mujer, y cuantas tendencias sexuales puedan imaginarse), es esencialmente un cóctel de instintos que la sociedad reprime desde el propio hogar. Todos neuróticos. Pero, al fin, los hermanos Marx dieron con la clave. Inventaron un camarote y filmaron lo absurdo para que filosofías enteras se vieran en la pantalla de un cine, a módico precio. La moraleja es: con tantos huevos duros, aquí no cabe ni dios. Así que todos a la puta calle. La masificación, amigos: tal es el origen exacto de tantos trastornos. Masificación, es decir, aquí no sobra nadie, pero nuestra capacidad organizativa es muy deficitaria y, en consecuencia, las estructuras se agrietan. Y las emociones. Y las cabezas. Procuro explicarme lo mejor que puedo. ¿Se me entiende? ¿No? Lástima. Fui a un colegio público. Probaré otra vez. Querido Groucho, podríamos decir que las escopetas se fabrican en los hogares y que los otros son los únicos responsables de cargarlas. Pero la explicación definitiva no resulta tan fácil. Pues la pregunta del millón es: ¿por qué fabricamos escopetas? ¿Por qué queremos cargarlas? ¿De qué nos defendemos con tan sutil mala baba? El plomo es un metal dúctil, muy resistente a la corrosión, igual que el oro. Pero puesto en las seseras de algunos se desintegra hasta alcanzar el nivel de plomazo. Y el plomazo, a su vez, cuando alcanza el punto exacto de ebullición y forma aleación con el cerebro, es muy peligroso. ¿El médico no les había dicho nada al respecto? Pues gasten cuidado: el plomo derrite neuronas, atrofia la voluntad y sesga de raíz las autenticidades. (Qué coincidencia turbadora: idéntico fenómeno sucede con el oro.) A menudo me pregunto cómo es posible que los sapiens-plomeados todavía logremos caminar erguidos y no dar con la testuz en los suelos, de tanto peso en la mirada y sobrecarga en el alma. También me pregunto qué hemos hecho tan mal para que el verdadero fabricante de plomadas continúe campando por ahí, a sus anchas, muy ufano e irresponsable, sin nada ni nadie que le arredre. Y también me digo, algunas veces: ¿no será que nos parece mejor idolatrar al poderoso, antes que temerle? ¿Es cuestión de comodidad? ¿O de supervivencia? Será que rehuimos el cuerpo a cuerpo porque escasean las lentejas -lo cual es incierto: están acaparadasy vendemos lo único que tenemos (la libertad) en cuanto sentimos el hambre. Y esto sí que se comprende. ¿A que sí? De este modo nos vino montado el sistema. Ahí, en la vulnerabilidad más íntima, ataca el ladino fabricante y se aprovecha. Y le dejamos. Pardiez, qué contrarios a la coherencia y a la paz son el plomo y otros metales preciosos, querido Groucho.
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