Posiblemente el término To sir with love poco o nada nos pueda suponer al oído. Sólo aquellos que siguieron los éxitos musicales de los sesenta relacionarán este título con el de una canción de la cantante británica Lulú; aquella rubita menuda que popularizó El bote que remo a cuyo compás meneamos el esqueleto todos los quinceañeros de mi generación. En cambio, si en una caprichosa traducción pasamos a decir Rebelión en las aulas en lugar de To sir with love
, si que sabremos de que hablamos. Hablamos de aquella exitosa película de 1967 protagonizada por Sidney Poitier, donde el personaje que encarna se juega las papas con un grupo de alumnos conflictivos en el que el mejor de ellos sacaba punta al lápiz con una navaja de Albacete.
Sirva todo esto para poner en situación al lector antes de entrar en materia ya que voy a tratar someramente sobre la arriesgada alarma social que, en mi opinión, se ha creado últimamente por el maltrato de alumnos a profesores. Especialmente a ese sector intransigente de la sociedad que se empeña permanentemente en culpar a la democracia y al Estado de Derecho de todos nuestros males, y no ve otra solución para erradicar los problemas que la represión y la mano dura.
En un estado de derecho la ley es el instrumento para guiar la conducta de los ciudadanos, y en cualquier caso, es su contenido el que debe modificarse según las necesidades generales. Todos los trabajadores estamos expuestos a los riesgos propios de nuestra actividad y todos tenemos derechos constitucionales para disminuirlos al máximo. Eso es de justicia, y mientras haya un solo caso de agresión escolar, los mecanismos legales para erradicarlos tienen vado de asueto. Pero que nadie involucre el don de la libertad con los cafres de las aulas. Mi memoria me recuerda que, mientras los raptores de nuestra inocencia toleraron la proyección de esa película inglesa para ridiculizarla frente al comportamiento ejemplar de los alumnos de la Patria, en los colegios españoles, a pesar de la potestad educativa, de los métodos represivos, de los correctivos, de las injusticias, de las humillaciones y de las torturas a los estudiantes, también existían verdaderos delincuentes en las escuelas. Lo que ocurre es que no interesaba difundirlo y la prensa esclava callaba. Pero yo he sido testigo de verdaderas aberraciones con los maestros de mis tiempos. Por poner solo unos ejemplos contaré que un par de hermanos, cuyos apellidos omito por razones obvias, casi llegan a violar a la señorita de Lengua en un callejón próximo al colegio. Que al profesor de Educación Física le abrieron una brecha en la cabeza de un cantazo. Que el culo de las maestras era el blanco preferido por las pedradas de los tirabalas. Que un niño de nueve años le tiró a don Luís Expósito un tintero de cristal y le partió la frente, y que el maltrato psicológico a los maestros menos enérgicos era práctica habitual en las clases.
Esos niños conflictivos de hoy ya existían hace cincuenta años y ni siquiera la dictadura pudo con ellos. Por tanto sería muy gratificante dejar de oír por esos mentideros totalitarios, las insinuaciones de reimplantación de métodos represivos como solución al problema. No sirven de nada.
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