El Carnaval de Isla Cristina es uno de los más longevos que se conocen en España. Como cualquier isleño sabe, porque lo ha oído desde pequeño, la fiesta se inició a las pocas décadas del nacimiento de la Real Isla de La Higuerita y a excepción de los años que duró la Guerra Civil Española, se siguió celebrando, de forma interrumpida, incluso durante la dictadura franquista, aunque adoptando, por imposición gubernamental, la denominación de Fiestas Típicas de Invierno para huir de la palabra Carnaval y sus connotaciones. Tan solo tres aguantaron el envite de esos difíciles años, el de Tenerife, Cádiz e Isla Cristina.
Existen diversas opiniones sobre su origen pero, quizás, la que mas se acerca a la lógica, es la que habla del Miércoles de Ceniza o Entierro de la Sardina como una celebración con la que concluían los carnavales, donde se quema el símbolo de cada pueblo o ciudad, se entierra lo pasado para recibir con fuerza lo que viene. También cuentan las crónicas que es un ritual social por el que se agradecía a lo divino la buena campaña de capturas y pedir por la siguiente.
En Isla Cristina han sido muchas las personas que se han desvivido por mantener esta tradición que se hacían responsables de su organización. Al principio del todo, sin ayuda, y luego con una subvención de la Comisión de Fiestas Municipal que invertían en realizar la propia sardina, un par de carrozas y pagar a los niños disfrazados de viudas que portaban antorchas y precedían al cortejo fúnebre.
Uno de esos hombres fue Claudio Núñez, quien se pegó media vida con una responsabilidad de la que disfrutaba. Tras fallecer, recoge el testigo, el también difunto Jaime Fernández, quien pide a sus compañeros de trabajo, Paco Noriega, Manuel Rivero, José Antonio Munell, Diego Méndez y José María Pérez Pereira que le ayudasen a continuar con la tradición. Luego se les uniría un voluntarioso y colaborador en diferentes facetas carnavaleras, José Sares “El Piquito”. Y aunque hubo años mejores y otros menos lucidos, lo cierto es que la mantuvieron, incluso, engrandecieron.
Manuel Rivero Aguilera, jubilado de 74 años de edad, fue uno de los componentes de esa pandilla de amigos. Desde el cómodo sofá de su casa, Rivero ahora cuenta y revive, de forma prodigiosa, cada detalle, fecha y situaciones; y lo hace con humildad, huyendo de protagonismos y cediéndole ese honor a los precursores, él tan solo “era uno más del grupo”.
Todo comenzó en la fábrica de salazones del empresario local Fidel Columé, quien les permitía realizar en sus instalaciones las dos carrozas, una artística y otra satírica, además del símbolo, la sardina. Rivero recuerda que, entre todos, localizaban las maderas, tablones, puntillas, diferentes papeles de colores para decorar, algún que otro maniquí viejo y mucha imaginación. El problema venía cuando comprobaban que las dimensiones se les habían ido de las manos y, en alguna ocasión, tuvieron que derruir parte de la fachada del almacén para poder sacar las carrozas. Luego, tras la unión de todas las salazoneras isleñas en una única empresa, USISA, se trasladarían hasta uno de sus almacenes situados en el muelle Martínez Catena, muy cerca de la actual lonja de pescados.
La ‘marea negra’ de viudas lloronas, de todas las edades, estamentos sociales y sexos, se concentraban junto a la Ría Carreras, desde donde partía el ruidoso séquito. Los llantos solo eran solapados por el sonido de la “Banda Los Claveles”, que venían de Alicante a pasar todas las fiestas, esposas incluidas, y amenizaban cada uno de los actos programados por el ayuntamiento. Manuel recuerda que “se les pagaba a los chiquillos para que llevaran las antorchas”, trozos de cabos de plástico, impregnados con algún producto.
Con el fin de que el desfile durase el mayor tiempo posible, Rivero recuerda “retrasar el ritmo o adelantarlo, según el tiempo que teníamos”, incluso, un año, “y a propuesta del Pereira, nos metimos dentro del Bar Europa con las carrozas y la banda incluidas, la que formábamos era fuerte”. Hasta llegar a un descampado conocido como ‘El huerto del gato’, junto a la barriada marinera de Punta del Caimán, donde se quemaba la sardina y los muñecos, entre unos espectaculares fuegos artificiales.
Ellos, además de estar pendientes del buen desarrollo del desfile, también se disfrazaban. De cura, con traje negro y bombín, de recatadas o alegres viudas, bien de negro y pañuelo en testa o de rojo chillón, con pamela collar de perlas blanco. Además de controlar que todo se desarrollara sin incidentes, “también nos divertíamos, nos tomábamos nuestras copitas y bailábamos con la banda”. Manuel recuerda, aún hoy, la voz de Claudio y Jaime advirtiéndole del peligro de romper los muñecos, “los llevábamos a hombros y en cualquier momento se podían romper y quedarnos sin desfile”. Llegado la hora, no se saltaban la merienda, a base de los tradicionales pasteles de la centenaria Confitería Pavón, situada en pleno recorrido, con el fin de “llenar el estómago con algo sólido”. Todo terminaba tras el carnaval, “cuando nos volvíamos a juntar, con nuestras mujeres, para hacer un almuerzo”, el cual se alargaba hasta bien entrada la tarde.
En 1995, unos jóvenes isleños, encabezados por Antonio Cruz, se les unieron y ayudaron a estas ‘viejas glorias’ que, tras más de quince años saliendo, se retiraron en 2003, dejando paso a la Asociación Carnavalera “Miércoles de Ceniza”, la cual organizó su primer desfile en 2005. Y suma y sigue. La continuidad de la tradición está garantizada.