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Julio Alberty, el portero de las naranjas

Julio Alberty llegó a España en 1934 para convertirse en el primer fichaje profesional extranjero del por entonces Madrid CF, ya que en la etapa republicana perdió el “Real” de su nombre

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En 1942 el mundo ardía por los cuatro costados. El ejército japonés invadía Birmania a mayor gloria de Errol Flynn. En el campo de concentración de Buchenwald, los alemanes utilizaban a los prisioneros como cobayas en sus experimentos contra el tifus exantemático. En el este, el invencible ejército alemán capitulaba ante los rusos en Stalingrado. Albert Camus inventó aquel año una novela genial y terrible, El Extranjero, y Cela, otra novela terrible y genial, La familia de Pascual Duarte. Franco disfrazaba su régimen político de normalidad con la Ley de Cortes. Y en Granada, el 9 de Abril, fallecía con solo treinta años de edad Julio Alberty, “el portero de las naranjas”.
Cuando Gyula Alberty Kyscel nació, Europa se retorcía entre dolores de parto. En 1911, Debrecen era una ciudad húngara, como lo es hoy, pero Hungría no se acababa en si misma, sino que que formaba parte del Imperio de los Habsburgo. De aquel imperio de opereta que descubrimos de niños gracias a Romy Schneider haciendo de Sisi Emperatriz. Julio Alberty nació en Debrecen tres años antes de que el archiduque Francisco Fernando fuese tiroteado en Sarajevo por Gavrilo Princip. Fueron aquellos los primeros tiros de una guerra devastadora, que borró con sangre las fronteras de la vieja Europa.
Julio Alberty llegó a España en 1934 para jugar en el Madrid FC, como se llamaba aquel Madrid republicano. Además de perder el “Real”, el Madrid le añadió por aquel entonces a su escudo una franja morada, que aún conserva. Ricardo Zamora se había hecho mayor, y el guardameta húngaro, que ya era internacional, venía para sustituirle. No fue el primer extranjero del club blanco, pero sí su primer fichaje profesional extranjero. Debutó en el viejo Chamartín en un partido en el que el Madrid le ganó por 5-2 al Athletic de Bilbao, uno de los grandes equipos del momento.
Además de un gran portero, era Alberty un hombre prudente. Y cuando sonaron los primeros tiros en el Cuartel de la Montaña, salió corriendo y no paró hasta llegar a Francia. Allí se refugió hasta que el 1938 se atrevió a cruzar la frontera de vuelta a España. Jugó sucesivamente en el Real Unión de Irún, en el Racing de Ferrrol, con el que disputó la final de Copa en la que fue goleado por el Sevilla de los «Stukas» en 1939, en el Celta y, por fin en el Granada CF.
Julio Alberty llegó a Granada a finales de 1941, con la competición ya comenzada, y solo jugó catorce partidos con el equipo nazarí, que acababa de ascender por primera vez en su historia a Primera División. Participó en la goleada al Barcelona, 6-0, y en la victoria contra el Real Madrid, 3-1. Jugó también contra el Sevilla, partido durante el que sufrió un tremendo choque con Guillermo Campanal. Alberty no terminó la temporada, porque el 9 de abril de 1942, con solo treinta años de edad fallecía en el Sanatorio de la Purísima.
Se culpó de su muerte al piojo verde, que mató más españolitos que los tiros de los moros de Franco; otros señalaron sin prueba alguna al violento golpe recibido en el partido contra el Sevilla; se dijo también que fue una pulmonía… Pero la causa fue más simple y terrible: bebió agua sin clorar de una manguera, y una fiebre tifoidea se lo llevó por delante.
Dejó Alberty un puñado de buenos partidos y un recuerdo legendario. Cuentan las lenguas antiguas historias de un portero portentoso, que tenía alas, y que se subía al larguero antes de que le lanzaran un penalti. Un portero llegado, como los bárbaros inmemoriales, del frío. Un portero al que le gustaban tanto las naranjas que pelaba y se comía las que el público le lanzaba al campo. Tan largo recorrido tuvo su afición por las naranjas, que después de su muerte alguien propuso plantar un naranjo detrás de la portería del viejo estadio de Los Carmenes. Hubiese sido un homenaje memorable. Casi tanto como los versos que otro Alberti, nuestro Rafael, le dedicara a un compatriota suyo. A aquel oso rubio llegado una década antes desde Hungría para jugar, también de portero, en el Barcelona, Ferenc Paltko:

¡Oh, Platko, Platko,
Platko
tú, tan lejos de Hungría !
¿Qué mar hubiera sido
capaz de no llorarte ?
Nadie, nadie se olvida,
no, nadie, nadie, nadie.

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