La cultura empresarial posee una vertiente cosmopolita que tiene más que ver con el léxico que con las aspiraciones mercantilistas o los modelos de negocio transnacionales, y debe su éxito a la capacidad expansiva de un fenómeno basado en la adopción de anglicismos y acrónimos como si fueran la base de nuestra propia internacionalización o el pasaporte a un mundo globalizado y necesitado de un lenguaje común -el inglés, por supuesto-. Así, nuestras empresas ya no tienen jefes o consejeros delegados, sino CEO (Chief Excutive Officer); los empleados no asisten a reuniones, sino a brainstormings; hay jornadas de trabajo a las que se denomina networking; analizan el éxito de otras empresas para desentrañar su know-how; contratan a coaches para estimular a sus ejecutivos; y están cada vez más convencidas de que la mejor forma de llegar al cliente es a través de branded contents.
Esto último lo entendió antes que ellas Adolfo Suárez, aunque no lo adornó con términos anglosajones, sino con un sencillo y efectivo “puedo prometer y prometo”, una especie de traducción libre del “a Dios pongo por testigo” de Escarlata O´Hara, que apelaba igualmente al corazón y al espíritu de los españoles de la transición.
Ahora, como entonces, también es tiempo de promesas, más que en una madrugá de Viernes Santo, y también apelan al corazón, mucho antes que a la razón, que es donde las encuestas marcan tendencia y donde los sueños producen monstruos. Tal vez por eso mismo, y de momento, seguimos sin saber si Susana Díaz tiene futuro como corredora de apuestas después de como presidenta, por mucho beso a niño chico y mucho pellizco que le ponga a su discurso, al que sólo le faltan de fondo unas sevillanas de Ecos del Rocío o una sintonía de telenovela a lo Arrayán en busca de final feliz.
Ya les digo que no hay como apelar al corazón para que se entiendan mejor las promesas y así entrar en las casas de los demás, que es un camino más seguro que el de ir puerta por puerta como le gusta a Mariano Rajoy, dispuesto a que le den con una en las narices.
Supongo que, por mucho que digan las encuestas, todos deben tener más o menos presente lo ocurrido en 2012, si no es que se aferran a ello. Por entonces, dos semanas de campaña fueron suficientes para que el PP perdiera los seis parlamentarios que le daban la mayoría absoluta en los sondeos y, de paso, pusiera de manifiesto su incapacidad para gestionar un resultado histórico y, más aún, conservar el terreno conquistado. Si aquello fue un error, ahora todos quieren dar por aprendida la lección y han pasado directamente al “puedo prometer y prometo” como si les fuera la vida en ello, que no todo va a ser naufragar, como cantaba Aute.
El PSOE confía en el tirón de su nueva estrella, en la claridad con la que cuenta las cosas y en lo bien que la sacan en el nuevo Canal Sur -vaya regalito para compensar lo de las campanadas a costa de todos los andaluces. Como diría mi amigo Boqui, “a mí mejor me das el dinero, que me hace más falta”-.
El PP cuenta con Mariano para que el pueblo conozca al muchacho que sale a su lado, que sigue empeñado en hablar el andaluz de las películas malas -a ver si ve más a menudo las de Alberto Rodríguez- con el mismo afán con el que Pedro Sánchez se deja asesorar para soltar “coños” con su impostado tono campechano. Izquierda Unida, que dijo no a Pablo Iglesias porque ya tenía a Antonio Maíllo, sigue empeñada en enfrentarse al destino que le han prescrito los demás, aunque sin el eco suficiente para que su candidato haga valer el crédito que se merece, porque en realidad es mucho mejor que Pablo Iglesias.
Y en esto no llegó Fidel, pero sí lo que ahora denominan algunos “fuerzas emergentes”, con banderas de colores que harán preguntarse a Antonio Jesús Ruiz (PA) y a Martín de la Herrán (UPyD) qué de malo tienen las suyas, desarboladas por las de Podemos y Ciudadanos tras apenas haber sido anunciada su presencia. Teresa Rodríguez, que debe ser más de Chambao que de Ecos del Rocío, tiene cada vez más cerca su Domingo de Pasión (22 de marzo), mientras que Ciudadanos insiste en reivindicarse como el nuevo PP pero sin corrupción sistémica, y con Albert Rivera, ese yerno perfecto que ha esfumado el temor a los anti-casta sin necesidad de Montoro, sólo apelando al corazón.