?Un heterodoxo recuperado?
Así titulaba su artículo publicado en El Mundo, el pasado día 22 de marzo, Antonio Lucas...
Así titulaba su artículo publicado en El Mundo, el pasado día 22 de marzo, Antonio Lucas.
Y es cierto porque Miguel de Molina fue un maldito por sus dos estigmas: rojo y maricón; que en la España franquista era algo malísimo.
“Él mismo, como escribe el periodista Javier Villán, atenuada su vitriólica capacidad de provocación y su desparpajo transgresor, sigue sin hallar en la apasionada obra de Ortiz de Gondra (Borja Ortiz de Gondra, ha estrenado recientemente una obra de teatro, La copla quebrada, que vagabundea por los teatros de la periferia sin hallar hueco en ninguno de Madrid) una explicación lógica a la ferocidad empleada contra él. Sólo hay una lógica: la del terror de los vencedores tras la guerra. O sea, la lógica de la represión y la venganza. Porque, aunque fueron Sancho Dávila y el conde de Mayalde –más tarde alcalde de Madrid y ganadero de bravo– los autores directos de la brutal paliza que le “aconsejó” exiliarse, la responsabilidad no acaba en una posible inquina personal”.
Miguel de Molina –que fue un maldito– nació en Málaga en 1908 falleciendo en la ciudad de Buenos Aires en 1993. Hermoso y transgresor, provocador y rebelde, e insolente, revolucionó en todos los sentidos el espectáculo. Y así, “aunque la inocencia cabaretera de Miguel de Molina no entendiera por qué le dieron aceite de ricino, lo echaron de los escenarios y por poco lo matan, la cuestión está muy clara: lo echaron de aquí por rojo y por maricón; dos estigmas que en la España de los vencedores era una perdición segura. Dos condiciones que nunca negó y que Francisco de Ayala resumió sarcásticamente en alguno de sus libros: “Miguel de Molina hizo más estragos en el ejército de la República que los cañones de Franco...”.
A Miguel de Molina le quebraron no sólo la copla, le rompieron el alma, escribe Javier Villán, y el cuerpo. Regresó alguna vez a España, pero su tiempo había pasado. En cualquier caso, el silencio y el olvido sepultaban cualquier posibilidad de reverdecer laureles. Volvió a marcharse, esta vez no por amenaza sino por hastío. Miguel de Molina era la estrella indiscutible de la canción española cuando estalló la guerra.
Por fin, y después de tantos años, la Consejería de Cultura de la Comunidad de Madrid, le dedica en la Sala de Exposiciones del Águila, una exposición que estará abierta hasta el 17 de mayo, bajo el lema: Miguel de Molina. Arte y provocación.
Entre los documentos, una carta de don Jacinto Benavente (1866-1954) Premio Nobel de Literatura en 1922, en la que se lee: “Agosto de 1944. Querido amigo Miguel. Le agradezco mucho su carta. Sabía de usted por Luis, por Perico y por Pepe Ojeda, que está en Barcelona. Hace usted bien en no casarse; pero deje usted que lo diga. He seguido todas sus aventuras y desventuras. ¡Hijos de mi vida! ¡Lo que es capaz de hacer la envidia en este mundo!”.
Curiosamente en 1993, el mismo año de su fallecimiento, le nombraron Caballero de la Orden de Isabel la Católica. “Cuando me dieron la noticia no pude por menos que recordar aquella paliza de 1939 en la Castellana, las persecuciones, la prohibición de trabajar, el secuestro de mis películas, el exilio. ¡Haberme robado los mejores años de mi vida...!”.
Yace en el Panteón de Artistas del Cementerio de La Chacarita, en Buenos Aires. Ahora Málaga reclama sus restos, pero él está bien donde está, sostiene su sobrina.
Y es cierto porque Miguel de Molina fue un maldito por sus dos estigmas: rojo y maricón; que en la España franquista era algo malísimo.
“Él mismo, como escribe el periodista Javier Villán, atenuada su vitriólica capacidad de provocación y su desparpajo transgresor, sigue sin hallar en la apasionada obra de Ortiz de Gondra (Borja Ortiz de Gondra, ha estrenado recientemente una obra de teatro, La copla quebrada, que vagabundea por los teatros de la periferia sin hallar hueco en ninguno de Madrid) una explicación lógica a la ferocidad empleada contra él. Sólo hay una lógica: la del terror de los vencedores tras la guerra. O sea, la lógica de la represión y la venganza. Porque, aunque fueron Sancho Dávila y el conde de Mayalde –más tarde alcalde de Madrid y ganadero de bravo– los autores directos de la brutal paliza que le “aconsejó” exiliarse, la responsabilidad no acaba en una posible inquina personal”.
Miguel de Molina –que fue un maldito– nació en Málaga en 1908 falleciendo en la ciudad de Buenos Aires en 1993. Hermoso y transgresor, provocador y rebelde, e insolente, revolucionó en todos los sentidos el espectáculo. Y así, “aunque la inocencia cabaretera de Miguel de Molina no entendiera por qué le dieron aceite de ricino, lo echaron de los escenarios y por poco lo matan, la cuestión está muy clara: lo echaron de aquí por rojo y por maricón; dos estigmas que en la España de los vencedores era una perdición segura. Dos condiciones que nunca negó y que Francisco de Ayala resumió sarcásticamente en alguno de sus libros: “Miguel de Molina hizo más estragos en el ejército de la República que los cañones de Franco...”.
A Miguel de Molina le quebraron no sólo la copla, le rompieron el alma, escribe Javier Villán, y el cuerpo. Regresó alguna vez a España, pero su tiempo había pasado. En cualquier caso, el silencio y el olvido sepultaban cualquier posibilidad de reverdecer laureles. Volvió a marcharse, esta vez no por amenaza sino por hastío. Miguel de Molina era la estrella indiscutible de la canción española cuando estalló la guerra.
Por fin, y después de tantos años, la Consejería de Cultura de la Comunidad de Madrid, le dedica en la Sala de Exposiciones del Águila, una exposición que estará abierta hasta el 17 de mayo, bajo el lema: Miguel de Molina. Arte y provocación.
Entre los documentos, una carta de don Jacinto Benavente (1866-1954) Premio Nobel de Literatura en 1922, en la que se lee: “Agosto de 1944. Querido amigo Miguel. Le agradezco mucho su carta. Sabía de usted por Luis, por Perico y por Pepe Ojeda, que está en Barcelona. Hace usted bien en no casarse; pero deje usted que lo diga. He seguido todas sus aventuras y desventuras. ¡Hijos de mi vida! ¡Lo que es capaz de hacer la envidia en este mundo!”.
Curiosamente en 1993, el mismo año de su fallecimiento, le nombraron Caballero de la Orden de Isabel la Católica. “Cuando me dieron la noticia no pude por menos que recordar aquella paliza de 1939 en la Castellana, las persecuciones, la prohibición de trabajar, el secuestro de mis películas, el exilio. ¡Haberme robado los mejores años de mi vida...!”.
Yace en el Panteón de Artistas del Cementerio de La Chacarita, en Buenos Aires. Ahora Málaga reclama sus restos, pero él está bien donde está, sostiene su sobrina.
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