Una moneda bajo la lengua
Os leo las mentes y me pregunto dónde quedó aquel mar de plata firme que nos llamaba desde hacía años, desde hacía daños...
Os leo las mentes y me pregunto dónde quedó aquel mar de plata firme que nos llamaba desde hacía años, desde hacía daños. Os leo las mentes porque estáis abocados a abriros de par en par, sin incurrir en ningún tipo de ceremonia. Os leo las mentes y predigo cuál será vuestro vértigo y cuál vuestro abrazo.
Un hombre de negro muerde las esquinas de una ciudad que se pudre desde los cimientos. Escupimos él y yo con una simultaneidad paranormal, y nace de nuestra saliva el río que lleva de vuelta a nuestras gargantas, a nuestros comienzos. Junto a la parada de autobús dormita un monstruo de ojos verdes y piel acuarela. No importa qué apariencia adopte hoy, el hombre igual me agarra de la mano y me quema con el tacto de sus garras. No va a dejarme escapar si no me vuelvo etéreo antes de que crucemos la calle. Rápido, sin pestañear, me cubre con su brazo y yo forcejeo para que crea que intento deshacerme de él. Solo faltan un par de metros, un par de segundos. Aprovecho que aún no hemos dado el último paso para hacer de mi desaparición un acto vengativo, a mi entender; un acto melodramático, al suyo. Desgarra el silencio de la noche con mi nombre, le reconcome mi ausencia porque mi sangre es un ácido corrosivo que le ha calado los huesos. Yo, por mi parte, acepto que no va a nacer el sol en esta noche repetida. Los semáforos desvelan por enésima vez mi silueta esculpida en el humo de las voces. Mapas cartográficos para anclarse en mi pecho, puerto de palomas y de lápices. Sin permitirse un aliento, el pobre demonio reaparece cubierto de un misterio frío y de un ardor que traspasa lo carnal. Dios, puedo ver cómo se quita los guantes para palparme las vísceras. Se ha apoderado de nosotros esta cruz por la que yo me uno a su gabardina y él se adentra en todo aquello que desconozco de mí mismo. Tengo un orgasmo justo cuando mueren las letras de los carteles de la ciudad. Al oírme gemir, el hombre de negro lame con lascivia la tinta derramada por las aceras y me mira de reojo, como diciendo: “mira, puedo poseerte”. Ha llegado el momento: le beso, dreno la tinta rota de sus comisuras y me la inyecto hasta que los ojos se me tornan negros. Contemplo cómo se consume su figura, surge un eco que no nos pertenece, a pocos metros de lo que antes era mi cuerpo. El monstruo de la parada de autobús nos ha visto, por coincidencia, y demuestra cuán asquerosa le resulta la escena vomitando un mar de personas, que buscan febriles, las luces intermitentes de la inconsciencia.
ojosdebosque.blogspot.com
Un hombre de negro muerde las esquinas de una ciudad que se pudre desde los cimientos. Escupimos él y yo con una simultaneidad paranormal, y nace de nuestra saliva el río que lleva de vuelta a nuestras gargantas, a nuestros comienzos. Junto a la parada de autobús dormita un monstruo de ojos verdes y piel acuarela. No importa qué apariencia adopte hoy, el hombre igual me agarra de la mano y me quema con el tacto de sus garras. No va a dejarme escapar si no me vuelvo etéreo antes de que crucemos la calle. Rápido, sin pestañear, me cubre con su brazo y yo forcejeo para que crea que intento deshacerme de él. Solo faltan un par de metros, un par de segundos. Aprovecho que aún no hemos dado el último paso para hacer de mi desaparición un acto vengativo, a mi entender; un acto melodramático, al suyo. Desgarra el silencio de la noche con mi nombre, le reconcome mi ausencia porque mi sangre es un ácido corrosivo que le ha calado los huesos. Yo, por mi parte, acepto que no va a nacer el sol en esta noche repetida. Los semáforos desvelan por enésima vez mi silueta esculpida en el humo de las voces. Mapas cartográficos para anclarse en mi pecho, puerto de palomas y de lápices. Sin permitirse un aliento, el pobre demonio reaparece cubierto de un misterio frío y de un ardor que traspasa lo carnal. Dios, puedo ver cómo se quita los guantes para palparme las vísceras. Se ha apoderado de nosotros esta cruz por la que yo me uno a su gabardina y él se adentra en todo aquello que desconozco de mí mismo. Tengo un orgasmo justo cuando mueren las letras de los carteles de la ciudad. Al oírme gemir, el hombre de negro lame con lascivia la tinta derramada por las aceras y me mira de reojo, como diciendo: “mira, puedo poseerte”. Ha llegado el momento: le beso, dreno la tinta rota de sus comisuras y me la inyecto hasta que los ojos se me tornan negros. Contemplo cómo se consume su figura, surge un eco que no nos pertenece, a pocos metros de lo que antes era mi cuerpo. El monstruo de la parada de autobús nos ha visto, por coincidencia, y demuestra cuán asquerosa le resulta la escena vomitando un mar de personas, que buscan febriles, las luces intermitentes de la inconsciencia.
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