El tiempo en: Alcalá la Real

Religiosidad popular

Publicidad Ai
Publicidad AiPublicidad Ai
Publicidad Ai
Publicidad Ai

La predicación del Septenario en honor de la Santísima Virgen de la Esperanza Macarena, en Sevilla, que terminaré mañana sábado, y la proximidad de la Semana Santa, me están dando ocasión, a lo largo de esta semana, para meditar sobre la compleja realidad de la llamada “religiosidad popular”. Si nos ceñimos a una definición escueta, la religiosidad popular o el catolicismo popular, como también es denominado, serían la forma o la existencia cultural que una religión concreta adopta en un pueblo determinado, y especialmente en los sectores más populares e incluso pobres. Los componentes serían una fe religiosa original, y un pueblo con su correspondiente cultura, donde se tiene que hacer presente como algo vivo esa fe que se predica. Esta encarnación de lo religioso tendría tres niveles: nivel antropológico (la vida del hombre está marcada por los ritos, la presencia de la naturaleza, las relaciones socio-familiares, el ritmo de los trabajos agrícolas, los momentos importantes de la vida, como nacimiento, crecimiento, muerte); nivel religioso (el ser humano se abre a la trascendencia desde su situación concreta, y esa trascendencia la localiza en diversas fuerzas: la naturaleza o las deidades primitivas, que, partiendo de fuerzas naturales, posteriormente adquieren una personificación concreta); y nivel cristiano (la predicación del Evangelio no se hace en el aire, no es etérea, sino que se inscribe en unas circunstancias humanas, que son las anteriores, y para ser palabra de salvación, es necesario que adquiera rasgos culturales concretos y reales).


A pesar de ser denostada por intelectuales e ilustrados como ajena a la razón, la religiosidad popular ha seguido aglutinando y canalizando gran parte de los sentimientos religiosos de generaciones enteras. Quizás en el fondo de los sucesivos proyectos de re-educar este tipo de religiosidad lata un error antropológico: el reducir al ser humano a la sola razón, orillando otros aspectos de la naturaleza humana, como lo sensorial, lo volitivo, lo emocional, lo estético… Con la celebración y aplicación del concilio Vaticano II se inició la última etapa disyuntiva entre religiosidad popular y fe cristiana. Parece que no se podían conjugar, como si se tratara de dos posibilidades excluyentes: o liturgia o folclore; o fe genuina o prácticas supersticiosas. La realidad, más compleja que cualquier esquematización a la que la sometemos, impone una revisión del tema, con un replanteamiento radical que sepa acoger las diversas manifestaciones de catolicismo popular, realidad a la que Pablo VI definió como a la vez “rica y amenazada” (Evangelii nuntiandi 48). Pero lo cierto es que para la nueva evangelización no sirven los purismos pastorales, que tan escasas o nulas respuestas han sabido dar a lo largo de los siglos a las inquietudes religiosas de los más sencillos.


Por ello, como afirmó el citado Pontífice refiriéndose a la religiosidad popular, “ante todo hay que ser sensible a ella, saber percibir sus dimensiones interiores y sus valores innegables, estar dispuesto a ayudarla a superar sus riesgos de desviación. Bien orientada, esta religiosidad popular puede ser cada vez más, para nuestras masas populares, un verdadero encuentro con Dios en Jesucristo” (Evangelii nuntiandi 48).
Y un servidor, a lo largo de esta semana, en la basílica de la Macarena, puede dar fe de la veracidad de la anterior afirmación.

TE RECOMENDAMOS

ÚNETE A NUESTRO BOLETÍN