Cuando yo era niño, la figura de Clint Eastwood seguía asociada a la imagen del spaguetti western -pese a que sólo interpretó tres películas junto a Sergio Leone, el personaje de sus westerns de los setenta (El fuera de la ley, por ejemplo) remitían a aquel modelo-. No ha sido el único cliché que le hemos adjudicado: poco después, ver algunas de sus películas se convirtió en casi un sacrilegio para la mayor parte de la crítica, sobre todo porque para muchos encarnaba al facha americano por excelencia -estábamos en plena era Reagan y, además, le dio por convertirse en alcalde de una pequeña ciudad, Carmel-. Ahora que ha llegado a una prolongada madurez, le han adjudicado la merecida etiqueta de maestro, entre ellos los que lo denostaron por ser muy de derechas, que creo que lo sigue siendo. Y, si bien es cierto que la mejor producción de su carrera se inicia sin apenas descanso en 1991 con Sin perdón, su labor como director cuenta con muy estimables trabajos que merece tener presentes, desde Escalofrío en la noche (su debut en 1971) hasta Cazador blanco, corazón negro (1989), entre las que se encuentran Bronco Billy, Impacto súbito, El jinete pálido y, por encima de todas, Bird.
Ahora, fallecidos y, en muchos casos, olvidados, los directores consagrados en el periodo clásico de Hollywood, Clint Eastwood, a sus 77 años, parece empeñado en mantener viva la esencia del cine que nos legaron y se ha erigido en testimonio viviente de una forma de hacer y contar historias que no tiene nada que ver con el tipo de películas que se hacen hoy en día, y que han hecho que su obra -con sus inevitables altibajos- sea recibida con merecidos agradecimientos.
En este sentido, hay una de esas verdades absolutas que parecen aferrarse al Eastwood de las últimas dos décadas: el menor de sus trabajos acumula las suficientes virtudes como para ser tenido en cuenta -Deuda de sangre es una buena muestra al respecto: una historia policiaca convencional desarrollada con un interés expositivo plagado de matices que enriquecen el conjunto-.
El intercambio, su última película estrenada en España, no es un trabajo menor, pero tampoco una de las obras maestras que pareció coleccionar, una tras otra, durante los noventa: Sin perdón, Un mundo perfecto, Los puentes de Madison, Medianoche en el jardín del bien y del mal... Lo que, en cualquier caso, equilibra la balanza en favor de los que precisen de buen cine, con sabor añejo, que aquí llega tanto por el periodo y lugares en que se desarrolla la historia (Los Angeles, 1928), como por la precisa y exquisita postura que adopta a la hora de narrar un drama de extrema dureza que, además, se desdobla mediada la proyección. De un lado, para describir el calvario de la protagonista -una madre soltera cuyo hijo pequeño ha sido secuestrado y a la que internan en un psiquiátrico después de que se niegue a reconocer que el niño que la policía le ha devuelto a casa es el suyo, entre otras cosas, porque no lo es-. Del otro, para ahondar en las miserias humanas que encarnan tipos tan despreciables como los que sacian sus satisfacciones con menores de por medio.
La forma en que Eastwood maneja el interés de ambas historias y su progresiva confluencia son de una contundente claridad que es la que mantiene viva la intensidad emocional de un filme que se explaya durante casi dos horas y media sin opción para el aburrimiento o cierta desgana. En todo caso, al autor de Mystic river cabe achacarle la aparente diferenciación entre buenos y malos, y que haya elegido a una actriz de rasgos demasiado modélicos para el papel, aunque Angelina Jolie logra estar muy por encima de lo esperado.
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Clint Eastwood, el último de su especie
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