A veces percibo que existe un Jaén infinito. Me gusta plantar mis pies en Roldán y Marín, y cuesta abajo dejar que mi mirada se pierda más allá del horizonte de olivos que hay tras el monumento de la Plaza de las Batallas.
O mirar de reojo buscando la cruz del Castillo de Santa Catalina presidiendo su cerro, bajo el cual la ciudad que habitamos parece desparramarse y amoldarse en mitad del campo. Realmente todas las ciudades ocupan un espacio que le han usurpado a la naturaleza a través del tiempo, y quizás la nuestra con ese paisaje que nos envuelve, sea el mejor de los ejemplos.
A Jaén le faltarán muchas cosas, lo admito. Pero ante sus carencias, también detengámonos a resaltar aquello que abunda y que pasa por convertirse en virtud. Así lo pensé hace unos años cuando junto a mi amigo el Gremlin tocamos el cielo de Jaén en Jabalcuz, adentrándonos en la sierra que rodea nuestra ciudad. Y así lo volví a sentir el pasado 7 de enero en mi postura del 9 de la armada del carril de Las Alcandoras cuando monteamos Otíñar con Serreños, el grupo de caza que se echa al monte en temporada tomando prestado el título de una obra que es joya de la literatura venatoria y que tiene precisamente su razón de ser en la sierra morena de Jaén.
Hago memoria y no me recuerdo a mí mismo en Otíñar, por extraño que parezca. Y si cada montería, por sí sola es especial, entendí que esta lo sería por el hecho propio de montear entre los límites de mi propia ciudad, descubriendo un poquito más de ese Jaén que habito y que me sigue sorprendiendo cuanto más lo conozco.
Pero no sólo eso, por la historia que encierra todo aquel paraje que impresiona a los ojos de este montero que sólo conocía aquello por lo que las redes sociales de Hacienda Santa Cristina muestran, siendo la caza lo que me llevó hasta allí.
Y por eso cobra sentido nuestro paso por allí, porque como bien me recordaba Chari Anguita, el esfuerzo que allí se destina a trabajar y cuidar los olivos del que ellos elaboran el aceite que comercializan, se reduce a la nada cuando los marranos que abundan en la zona se montan su particular festival cada vez que los destrozan.