Precisamente, un caracol es el logotipo elegido por las pequeñas ciudades –no más de 50.000 habitantes– y pueblos que pertenecen a la red internacional de Cittaslow. Así, de manera tan gráfica, quieren dar a conocer al mundo su apuesta por una forma de vida lenta, más racional, plena, sostenible y humana.
Entre el centenar largo de municipios lentos que conforman, de momento, dicha red internacional, siete son españoles: Pals, Begur y Palafrugell, en Girona; Bigastro, en Alicante; Rubielos de Mora, en Teruel; y Mungía y Lekeitio, en Vizcaya.
Carl Honoré, autor del libro Elogio de la lentitud (RBA), es uno de los teóricos de este movimiento mundial que promueve un ritmo sosegado hasta en las actividades más cotidianas del ser humano. Para este periodista canadiense con residencia en Londres, una vida rápida es una vida superficial, de ahí que la lentitud no tenga nada que ver, sostiene, con la ineficacia, sino con el equilibrio.
Ese ejército “silencioso” de personas amantes de lo lento a los que Honoré se refiere en su obra huyen del “aquí te pillo aquí te mato” en el sexo, reclaman una sanidad más humanizada, una educación que no fomente la competitividad y un ocio sin tanta televisión y más contacto con la naturaleza.
LENTOS, QUE NO PEREZOSOS
Los lentos, que no perezosos, trabajan para vivir, no al contrario, y abominan del fast food, la comida basura. Y ante todo hacen suyo ese dicho africano según el cual “todos los hombres blancos tienen reloj, pero nunca tienen tiempo”.
Jorge Riechmann, profesor de Filosofía Moral en la Universidad Autónoma de Madrid, poeta, ecologista y vicepresidente de la Asociación de Científicos por el Medio Ambiente, ha escrito sobre “el culto a la velocidad”, un mal “del norte rico que tiende a contagiarse al mundo entero”.
Riechmann habla del movimiento slow como de una reacción más “al malestar cultural que se acumula en sociedades como la nuestra. Son muchas –comenta a Efe– las tensiones que resultan de esta organización de la vida social”.
“Vivimos –continúa su reflexión– como si no hubiera mañana, como si los recursos naturales fueran infinitos, y no lo son, eso es obvio. Pero todo funciona como si lo fueran. Hay bastantes elementos en la vida moderna que combinados con la rapidez nos empujan a la superficialidad”.
Jorge Riechmann cita al filósofo, arquitecto y urbanista francés Paul Virilio, para quien la velocidad entraña “incertidumbre, riesgo... accidente”. “Todos somos soldados de la dictadura del movimiento; la velocidad es la vejez del mundo”, argumenta Virilio.
El movimiento slow tiene sus orígenes a finales de la década de los 80 del siglo pasado en Italia, y más concretamente en Roma. La cerilla que encendió la mecha, y que dio origen a lo que desde entonces se denomina slow food (comida lenta), fue la apertura de un establecimiento de comida rápida de una multinacional estadounidense en la céntrica Plaza de España.
LUCHA CONTRA LA COMIDA BASURA
El periodista y gastrónomo Carlo Petrini vio en ello un peligroso ataque a tan saludable forma de alimentación como es la tradicional dieta mediterránea, por lo que decidió emprender una lucha sin cuartel contra la comida basura. Una guerra cuerpo a cuerpo a la que se han sumado desde entonces millones de personas en todo el mundo.
Petrini extendió la máxima de que el placer “es antes que el beneficio, y los seres humanos antes que la oficina”.
Desde entonces la filosofía de lo lento se ha difundido, sin prisas pero sin pausa, por todo el planeta, y ha calado hondo en otras muchas actividades, como la educación, la medicina, el ocio, el turismo, el sexo o el trabajo.
Esta filosofía del buen comer lento es lo que difunden desde la Asociación Española de Slow Food, con unos 1.300 socios repartidos por toda la geografía y agrupados en lo que denominan Convivia. “Disfrutamos de la buena mesa en buena compañía”, afirma Mariano Gómez, presidente de una asociación que “defiende nuestro rico patrimonio gastronómico”.
Además, y sobre todo, dedican sus esfuerzos a “educar en el gusto” a los más jóvenes, a través de charlas en los colegios, “para que no pierdan el olor, los sabores... tradicionales de nuestros alimentos. Nuestro objetivo –dice Mariano Gómez– es devolver el alma a los productos y el orgullo a sus productores”. “Y no tenemos vocación de minoritarios”, recalca.
En los noventa, ese combate contra la tiranía de las prisas y a favor de una cultura de la tranquilidad, llevó a un pequeño grupo de poblaciones italianas (Orvieto, Bra, Positano...) a crear el movimiento de ciudades lentas, Cittaslow, que pronto llegó a Gran Bretaña, Estados Unidos, Alemania, Noruega... y también a España.
Son poblaciones que, entre otras muchas cosas, no renuncian a las nuevas tecnologías, porque su uso racional también contribuye a mejorar la calidad de vida de sus habitantes, que apuestan por un desarrollo sostenible, por el uso de energías renovables, por recuperar y conservar tradiciones, que rechazan un urbanismo salvaje, que combaten el ruido, la suciedad y el uso irracional del agua.
Urbes que promueven una forma de vida más sana, relajada y sostenible, menos frenética, más humana y ecológica, más solidaria, que quieren recuperar una identidad gastronómica a veces perdida. En definitiva, una apuesta “por la buena vida” de sus habitantes y de quienes les visitan.
“Los servicios no están reñidos con mantener lo que somos, un pueblo”, destaca Inmaculada Martínez García, primer teniente de alcalde del Ayuntamiento de Bigastro (Alicante) –unos 7.000 habitantes–. Vida lenta, continúa, “es salir de casa todas las mañanas a las nueve menos diez de la mañana, dejar a mis dos hijos en el colegio y estar en mi despacho del Ayuntamiento a las nueve en punto. Y caminando”.