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Que diez años no es nada…

"... seguimos empeñados, como los lagartos, en quedarnos con la boca abierta al calor, como si esperáramos el paso del mosquito para, en gesto impensado, atraparlo entre las vagas fauces de autómata"

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  • Ilustración de Jorkareli. -

P arece que no lo es, pero sí. Diez años son dos legislaturas y media, el paso de la infancia a la adolescencia, de la juventud dorada a la madurez y de la mayoría de edad a una etapa de la vida en que las responsabilidades empiezan a adquirir tintes de muy variados colores.
Diez años para una ciudad es mucho o, por el contrario, es nada. Depende desde qué prisma se analice.
En diez años se estudia una carrera de las más largas con master incluido, se cambia de trabajo o se aburre uno en la obligada indigencia que muchas veces supone, en contra de la voluntad, verse sometido a la terca energía del inmovilismo.
Nos solemos sentir calentitos entre las mantas de la mesa camilla, arropados por esa especie de hibernación de color verde. Tapete que alimentara tardes estivales cargadas de energía, rodeados de fichas de parchís, más tarde cartas de póker y después de botellas a medio vaciar y cajetillas con celtas cortos sin filtro.
Tiempos muertos, justificados algunos y tendentes los más a ocupar espacios donde el calor de aquél brasero procuraba la acomodada inactividad silente.
Pero da la casualidad de que todo es movimiento. Aunque comúnmente nos pase desapercibido, se mueven los ríos, la copa de los árboles, los diminutos y casi invisibles insectos de frenética actividad aplastada por nuestro despistado caminar y, como no, los latidos incansables de nuestra propia existencia.
Sin embargo, seguimos empeñados, como los lagartos, en quedarnos con la boca abierta al calor, como si esperáramos el paso del mosquito para, en gesto impensado, atraparlo entre las vagas fauces de autómata.
Esta imagen de reptil, arropada con sombrero de esparto, a la sombra y en inactividad permanente, era la que el poeta utilizara para describir a su pueblo blanco, colgado de un barranco, que de no ver el mar se olvidó de llorar. Por sus calles de polvo y piedra, por no pasar, solo pasó el olvido.
Tiempos muertos de una existencia que es única, irrepetible y en el mejor de los casos, ser impelida por la ilusión, ganas de crear e innovación. Pautas éstas que las encontramos en la admiración del atrevimiento, el incentivo de la imaginación y la voluntad permanente hacia el progresivo crecimiento individual y  colectivo.
Pero ese imprescindible movimiento que puede inducir al crecimiento en todas las áreas, nace de una sociedad ilusionada, con visos de actividad permanente y con cotas de participación para las que aquél mantel se queda pequeño.
La segregación, discriminación o desconsideración de los valores añadidos, dan seña de incapacidad del manejo y atención a variables que se escapan de lo estrictamente convencional, no por ello menos válidas y casi siempre inductoras de lo nuevo y enriquecedor. Suele ser el trabajo callado pero permanente de personas para las que sus latidos obtienen respuesta y lo efectivo de su actividad se convierte en novedosos resultados.
Carpas, leones, monos a caballo y puestos de palomitas con señor de gorro blanco, hablan de un circo ya inexistente. Viejas estrategias de pasar el tiempo, cuyo vértice queda anclado en “Panem et circenses” que en su locución latina peyorativa describe la práctica de un gobierno que, para mantener tranquila a la población u ocultar hechos controvertidos, provee a las masas de alimento y entretenimiento de baja calidad y con criterios asistencialistas.
Si la metáfora nos transporta a tiempos de Roma, no menos efectiva aunque camuflada por la convencional y políticamente correcta oratoria, ésta sigue pasando, de feria en feria, por nuestros senderos.
Esa inmovilidad o aparcamiento en  la renovación, suele inducir al empobrecimiento y la estanqueidad del factor humano y por ende el factor social.
Afortunadamente solemos disponer de lugares de esparcimiento, en los que, su entorno natural o creado, suelen ser un remanso para los sentidos. Pero el ´panem´ que alimenta el espíritu, esa cosa extraña de la que no se habla, anda escaso.
Es por eso que, en la vida de una población, aquellos diez años son nada, o por el contrario mucho. Pueden ser nada si en nada se avanza, de invierte, se arriesga. Pueden ser mucho, si la esperanza depositada en la renovación y el ánimo creativo, intenta traspasar las fronteras de un verde que quedó en el olvido.

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