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La Habitación Nº 99

"El miedo se multiplicaba, un manto prieto avivando insufribles corrientes de aire portadoras de siniestros mensajes filtrados desde un ala del castillo en donde, un portón, prohibido por la censura domesticada a la que me sometió mi esposo, acabó transformado en el acertijo de mis obsesiones..."

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I Escena
*En el interior de las dependencias del castillo.
- Lilith: El Conde Armand Barbazul, mi esposo. Nos presentaron en el cumpleaños de la esposa del embajador y apenas se inclinó con un elegante saludo, mi abuela insistió en salir al jardín. Su repentina acritud y la manifiesta antipatía que le brindó me situaron en un incómodo e inexperto equilibrio ante el aristócrata que soportó con una gélida sonrisa las ironías de la venerable anciana y no se distanció de nosotras en el transcurso de la velada. Justamente durante los primeros acordes del baile -que yo ansiosamente esperaba-, excusándose en su edad, la octogenaria dama resolvió una pronta retirada no admitiendo la menor de las quejas.
El conde, galantemente, se ofreció a acompañarnos y ella rompiendo cualquier amago de cortesía, con un brusco ademán, procuró la espalda al conde sin tributarle ni un gesto de despedida. Sujetando mi brazo me sacó a trompicones de la fiesta, ella lanzando improperios contra él y yo, enjugando las lágrimas por los bailes no bailados.
Barbazul, plantado en las escalinatas, no perdió la compostura.
¡Detesto a ese individuo!, prorrumpió la abuela. ¡No ha cesado de mirarte! Una absoluta ausencia de educación. Caballeros que no procuran una mínima conversación a dos damas no son apropiados, ni convenientes. Me disgusta mi niña, no es de mi agrado.
Una semana después recibimos un telegrama de papá anunciando su regreso.
El día en que mi padre irrumpió en la sala, nosotras aguardábamos la cena leyendo junto a la chimenea. Su talante fue despreciable, ruidoso y exigente, tal era su usanza. Sin preámbulos tomó con suma autoridad mis hombros notificándome la buena nueva de un efímero noviazgo y el inmediato enlace matrimonial con el conde Barbazul.
La abuela se desmayó y mi destino se rubricó en una estúpida fiesta de cumpleaños.
Al principio, mi esposo era… considerado, mas, yo sentía latir su opacidad corrosiva. Me despertaba angustiada con el corazón peleando en mi pecho, creyendo oír el eco de tapadas voces. Convencida de que los lamentos incumbían a nocturnas congojas de las tías de mi esposo -o de la servidumbre-, pregunté qué ocurría en las madrugadas. No obtuve respuesta. Presté atención a las miradas furtivas, a los mal disimulados pretextos entreviendo que no procedía, ni me convenía, mostrarme desmedidamente curiosa.
Me prometí descansar, cambiar las rutinas. Nada funcionó, ni las tisanas antes de dormir, ni los baños calientes ni por último los novedosos medicamentos que ingería en las vacantes noches. Custodiada por las confabuladas parentelas, desatendida por un servicio que soslayaba mis órdenes, me encerrada en mis aposentos donde concebía cierta seguridad y tan insondable era el aislamiento que acabé temiendo por mi salud.
El miedo se multiplicaba, un manto prieto avivando insufribles corrientes de aire portadoras de siniestros mensajes filtrados desde un ala del castillo en donde, un portón, prohibido por la censura domesticada a la que me sometió mi esposo, acabó transformado en el acertijo de mis obsesiones. La llave, un péndulo sin respuestas, colgada al cuello de Armand. Balanceándose sobre mis ojos me auxiliaba en la evasión de los humillantes momentos de intimidad. Ese metálico vaivén desplegó un irreparable tic tac en mi cabeza.
Soñaba que la desanudaba de la grasienta nuca masculina, la introducía en el cerrojo, entornaba la quejumbrosa madera. Una extraordinaria luminosidad irradiaba de la base de una escalera de trescientos trece peldaños por la que yo descendía, reteniendo los peldaños. Despertaba con el eco de voces femeninas cantando, con tristeza, mi nombre.
Disponía de dos opciones: resignarme o reaccionar. Opté por lo último y en la primera oportunidad -probablemente para mi desdicha- no lo dudé.  No concurrían trescientos trece escalones al otro extremo y sí el acceso directo a otra de las variadas y consentidas violencias.
¿El lugar? Un claustrofóbico rectángulo sin ventanas recubierto de losas con un centrado anillo de hierro. Me acerqué a una de las paredes y diferencié, lujosamente tallados, diferentes nombres de mujer. ¿Era un antiguo mausoleo dentro del castillo? ¿Nombres femeninos, sin datos del linaje familiar? Sujeté una anilla y con voluntad levanté una de las pesadas estelas.
Ni siquiera alcancé a gritar. No recuerdo cuántas piezas retiré, ni cuántos cuerpos formaban el macabro rompecabezas. Respiré, alertando al sigilo y así, no delatarme, exhortándome a memorizar los nombres y así, no enloquecer. No recuerdo cómo volví a la alcoba y de qué forma conseguí devolver al pecho durmiente de Armand, su llave de asesino. La noche transitó delante de mis espantadas pupilas, convenciéndome de que nada era real, inventando descabellados planes y escapar, huir, sobrevivir a mi trágico destino.
Lógicamente, me equivocaba. Ni el amanecer ni yo alcanzamos a despedirnos.

II Escena
*En el interior de las dependencias del manicomio.
- Lilith: Si, mi nombre es Lilith, la última esposa del Conde Armand Barbazul. He concluido como concluyen muchas mujeres: recluida sin derechos, sin defensas, sin credibilidad. Hoy me han comunicado que mi ingreso no concurrirá en lo transitorio sino en lo definitivo. Los doctores lo certifican y la firma de mi consorte lo oficializa. ¡Mi cónyuge, un homicida, un asesino de mujeres condenándome por pendenciera y demente irreversible!
Muy bien…, a partir de ahora representaré a una pacífica perturbada, bordaré mi papel de vegetal humano, inventaré incomprensibles lenguajes. Vulnerable y desaprovechada en el asiento de un sillón vigilaré los puntos débiles, las guardias bajas. Engullo la bazofia servida sin despegar la vista de mi cuchara, duermo en el horario, me levanto a la hora del zarandeo. No lloro ni aúllo en los helados baños diarios, concentrando mi impotencia en el castañear de dientes. Con el tratamiento es más complicado pero, recientemente, una interna adicta a las grageas violetas me ha adiestrado en un truco. Yo le proporciono mi dosis y ella me suministrará datos: pastillas a cambio de valiosa información.
Sólo tengo que resistir, salvaguardar la lucidez. Esa aristocrática familia se desangra, no les resta demasiado tiempo; él lo sabe, igualmente sus tías y en el entorno, principian las sospechas. Armand Barbazul no merecerá ser permanentemente cobijado en la impunidad y protegido por las complicidades de sus semejantes.
Nada pedí, ni tan siquiera un nombre. Si al menos, por una vez, alguien me preguntara qué querría ser, le contestaría sin duda alguna: ¡Capitana de mi propio barco!
Mientras he de conservar la conciencia de ser un fingimiento, una plagio del extravío.

Nota: fragmento de La Habitación Nº 99, M. D’Abrantes para los M. de Comunicación e inspirado en el cuento Barba Azul, de C. Perrault basado en
Gilles de Laval, barón de Rais.

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