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El jardín de Bomarzo

El informe

No pocos son los alcaldes que se rodean de personas que se pasan el día diciéndoles lo que quieren oír y que están dispuestas a solucionar problemas emitiendo informes para los cuales, muchas veces, no tienen competencias

El sistema público actual está entrando en una situación de vacío desértico administrativo incierto y desolador, entre otras razones porque todo el ruido de corrupción, de imputaciones, de, en definitiva, jaleo público está derivando en una parálisis de terror ante la cual nadie se atreve a mover un papel. Y eso, sin que el ciudadano lo sepa, afecta diariamente a la gestión y, al tiempo, provoca situaciones irregulares que solo el tiempo sacará a la luz. Son el cuerpo de funcionarios, de técnicos y, en general, de profesionales de la administración que viven bajo la sombra del político, que no salen en la foto, a los que públicamente no se les reconoce el éxito pero que, por contra, tienen responsabilidad, incluso penal, si de lo que informan no es conforme a ley. Y hoy muchos tienen miedo, porque no son responsables de todo el proceso pero sí pueden tener responsabilidad de darse una situación irregular y, por ello, cualquier cosa se dilata tanto que llega a paralizar de manera alarmante el sistema de gestión pública.

 

El político y Romerales. Mientras que en una empresa privada solo, en principio y salvo excepciones, es la cualificación profesional y la productividad de cada uno la que le catapulta hacia arriba, en una pública, bajo ley no escrita pero por todos entendida, se cuela por delante algo tan intangible como la orientación política de cada cual y, de hecho, no pocos son los alcaldes que se rodean de personas políticamente correctas, que se pasan el día diciéndoles lo que quieren oír y que, por su situación laboral, están dispuestas a solucionar problemas emitiendo informes para los cuales, muchas veces, no tienen competencias.

La figura del empleado público parece que siempre lleva aparejada la imagen del funcionario Romerales de los chistes de Forges, pero lo cierto es que todo lo bueno y lo malo de la gestión pública depende del equipo humano que componen las administraciones y, en particular, de los técnicos. Cada vez que un político se hace fotos presentando un logro, hay un grupo de empleados públicos que han trabajado para conseguirlo, al igual que cuando un cargo político erra en su gestión,  mucha responsabilidad la tienen los técnicos que le asesoran. Hasta finales de los ochenta del siglo pasado, las administraciones se nutrían mayoritariamente de funcionarios, los cuales entraban por oposición y, curiosamente, se creó un estado de opinión contra ellos, se decía que su fijeza les hacía ser vagos y pasotas y, por ello, los políticos preferían contratar a empleados que por aquello de su inestabilidad laboral se dejaban el pellejo en el trabajo.

Como consecuencia de esto, las administraciones públicas las integran funcionarios, contratados laborales fijos -en su mayoría contratados laborales temporales que aprueban un concurso/oposición y pasan a fijo-, contratados laborales indefinidos -contratados temporales que por exceder el plazo o el objeto del contrato se convierten en indefinidos, aunque no fijos-, y funcionarios interinos -empleados que acceden a través de algún tipo de selección con carácter temporal hasta que se saque la oposición para cubrir su plaza-.

No conozco tesis sociológica que avale que el funcionario que estudió para sacar una oposición sea un vago o, por contra, un ejemplo de trabajador, ni que el contratado sea el trabajador del año o el pasota del siglo. De todo hay. Lo que es indudable es que las leyes de la función pública tienen establecido un status funcionarial encaminado a protegerles contra los “castigos” de sus jefes políticos como única forma de garantizar la independencia en el ejercicio de sus funciones y como garantía de objetividad para los ciudadanos. Esto facilita que si un funcionario estima que las directrices políticas no son conforme a ley puedan decirlo abiertamente sin temor a ninguna represalia, lo cual incomoda al político, al que las pegas de Romerales le hacen fruncir el ceño habituado como está a escuchar lo que quiere oír. Un cierto porcentaje de técnicos contratados, no muy elevado, humanos ellos, saben que contradecir los planes de su jefe político puede hacer peligrar su puesto de trabajo y ahora, con la reforma laboral, mucho más; otros pocos, de condición trepadora, entienden que conseguir un ascenso y mantenerse en él implica la sumisión. En consecuencia, por uno u otro motivo, se lían la manta a la cabeza e intentan hacer interpretaciones de las leyes que, muchas veces, harían llorar a los que las redactaron. Y el político, con el informe bajo el brazo, sonríe y tira para adelante, con el respaldo jurídico del papel ante cualquier posible inconveniente, felicitándose a sí mismo por no tener a un Romerales a su lado.

Las leyes están pensadas para el interés general y no para los deseos o intereses particulares de nadie y, sobre todo, las normas que regulan la gestión pública tienen como único fin garantizar a los ciudadanos el respeto a los principios constitucionales de legalidad y objetividad y, lo queramos o no, implican unos procedimientos, unos trámites, unas reglas y, por tanto, unos plazos que previamente a todo proceso deben ser respetados para no colarse, de lo contrario, en el peligroso terreno de la ilegalidad o del incumplimiento porque es entonces cuando el gobernante echa de menos no haber hecho caso a Romerales y maldice la satisfacción que le produjo el informe de aquel empleado al que convirtió en estrella y que realmente, con su informe, mandó al político al mundo de los estrellados.

 

Bahía Competitiva. Hay muchos ejemplos que ilustran lo dicho y basta echarle un vistazo al telediario e imaginar la trama de políticos, funcionarios y técnicos que hay detrás de cada caso que a diario oímos y las presiones y cruces que entre unos y otros se originan para orientar los informes necesarios. En Cádiz, conocido es el caso de Bahía Competitiva donde el IEDT, dependiente de la Diputación, evaluó informes para determinadas subvenciones concedidas por el Ministerio de Industria y que ha terminado en la imputación de muchos y la probable de otros. Constato y aseguro que hubo reuniones a puerta cerrada e, incluso, correos electrónicos que hoy están en manos del juez donde políticos presionaban para modificar la baremación de algunas evaluaciones por aquello de salvar la inversión y los puestos de trabajo; insinúo que incluso en Industria alguien pudo haber modificado, en este u otros casos y sin explicación lógica, dichas evaluaciones; afirmo que durante al menos dos años, sin otra razón que la presión empresarial y eso, para nada, lo justifica, se eliminaron los avales que hasta entonces debían presentar las empresas concesionarias y se dio el dinero, por un montante cercano en ese periodo a 70 millones de euros, a riesgo de que alguien desapareciera con él y hubiese que cazarle con lazo, tal y como ha sucedido con Ouviña. El caso es que por una razón u otra el político de turno presionó hasta encontrar a alguien que le suministrara un informe más o menos válido, al menos lo suficiente para parapetarse tras él y que colara aunque fuese de canto. Y el canto, en su versión piedra, ha regresado cual boomerang enfurecido para golpear en la sesera de los avalistas de tan inapropiada idea.

 

La justicia. De todo, es casi lo peor. Si fuera rápida todo el mundo se lo miraría con más cuidado, pero muchos juegan con que, en todo caso y de haber problemas, estos no llegarán hasta pasados muchos años y para entonces todos, o casi, calvos. Si usted no paga una multa a tráfico el sistema en meses logra embargarle la nómina, si usted vía informes, digamos, inadecuados pero, al fin y al cabo, informes, concede indebidamente veinticinco millones de euros, la justicia tarda entre cinco y siete años en sentarle en el banquillo. Y es posible que para entonces, como mucho, le inhabiliten, cuando seguramente eso ya lo ha hecho la urna. ¿Justo? Pues no.

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