Lo he apuntado en anteriores ocasiones. Pese a los enormes avances visuales realizados por el cine en los últimos treinta años, gracias a la incorporación de las herramientas digitales, como potenciadoras de las posibilidades narrativas, ha habido pocos acercamientos de interés a historias protagonizadas por tiburones, a partir del modelo establecido por Steven Spielberg hace casi medio siglo con Tiburón.
Una de las claves es que el mítico filme de los 70 no va sólo sobre una bestia que aterroriza a los bañistas de una zona de veraneo, que es a lo que se han reducido los intentos por repetir el mismo éxito en las últimas dos décadas -hay honrosas excepciones, como Open water, Deep blue sea, Infierno azul y A 47 metros, por su capacidad para activar el suspense-. La cinta de Spielberg es mucho más, tanto por sus registros narrativos como por las lecturas que encubre.
El último empeño por intentar emularlo llega desde Francia y bajo la producción de Netflix y se titula En las profundidades del Sena. Sí, estamos hablando de un gran tiburón que ha llegado hasta el corazón de París empujado por el desastre ecológico de unos océanos saturados de plásticos. Un tiburón que había sido monitorizado por una expedición científica francesa en aguas de Hawaii tres años antes y que, casualidades de la vida -forzadas por los hasta cinco guionistas que firman su argumento-, se reencuentra ahora con la única superviviente de aquella investigación, empleada del Oceanográfico parisino.
Lo apunto como meros detalles de la trama sin necesidad de reventar lo que explota por sí solo a medida que avanzan los minutos, porque, por mucho que los responsables de marketing de la plataforma en streaming se hayan esforzado en venderla como “la mejor película de tiburones desde Tiburón”, lo cierto es que está más cerca de Sharknado, que tenía la ventaja de reírse de sí misma y aquí pretenden que nos lo tomemos en serio.
Dirigida por Xavier Gens (Hitman, La piel fría), la película cuenta con un notable diseño de producción, con Bérénice Bejo como protagonista, funde su mensaje con la causa ecologista de la defensa de los mares -pese a que el retrato de los activistas deje mucho que desear, así como el de los políticos- y se marca un sorprendente y desproporcionado final, que no se bastan para sostener un trabajo en el que sobresale un inevitable sentido del ridículo.