Se llamaba Lucía Godoy Alcayaga, era hija de un maestro de ascendencia vasca, y había nacido el 7 de abril de 1889 en Vicuña, pequeña ciudad del valle de Elqui, en la provincia chilena de Coquimbo. A ese valle dedicaría ella un romance que ronda los cien versos, en el que recreaba su infancia, sus ausencias y sus regresos, y en el que se preguntaba, tembloroso el corazón: "Pero ¿cómo lo revivo/ con cabellos cenicientos?".
La reciente edición de “Ternura” (Averso, 2023) actualiza la figura de Lucía Godoy, conocida como Gabriela Mistral en el universo literario. Publicado por vez primera en España en 1924, el sello granadino quiere recuperar el poemario como merecido reconocimiento. Afirma en su prefacio Pablo Quintela que es este “un histórico olvido acaso motivado por la temática o los prejuicios sociales hacia el universo de la niñez. Pese a su tránsito, `Ternura´ se encumbra como una obra, donde la autora desnuda su vocabulario de todo artificio para sumergirse en el sincero y tierno lenguaje de la infancia”. E incide en el deseo Mistral de “recuperar la tradición oral de la canción de cuna latinoamericana”-
Dos años atrás, había publicado "Desolación".Tras "Ternura", vendrían "Tala", "Lagar", "Poema de Chile"..., con ecossobresalientes, hasta el punto de que, en 1945, le fue otorgado el Premio Nobel. Al detenerse en los títulos elegidos, es factible pensar que podrían servir para revelar parte de su lírica, puesto que el desamparo y la terneza fueron también poso dulce y amargo en su escritura.
Recuerdo que el académico colombiano Germán Arciniegas dejó escrito que "Gabriela era una estatua triste de tierra chilena, amasada por la desolación..., el poema humano más bello y desgarrado de nuestra América". Ahora, al releer estos poemas identitarios, sumergidos en su verbo más candente, encuentro mayor certidumbre a las palabras citadas. Porque caben en estas páginas el esplendor de lo amado y el zumo del desolación, el éxtasis de la luz y el dolor de la Tierra: “Mi propia canción amante/ que sin brazos acunaba/ una noche entera esclava/ ¡cántenme! (…) La canción que yo prestaba/ al despierto y al dormido/ ahora que me han herido/ ¡cántenme! (…) La canción que repetía/ rindiendo a noche y a muerte/ ahora porque me liberte/ ¡cántenme!”.
Dividido en siete apartados, “Canciones de cuna”, “Rondas”, “La desvariadora”, “Jugarretas”, “Cuenta mundo” “Casi escolares” y “Cuentos”, el volumen es un hermoso compendio de poesía cercana, familiar, delicada y plena de humanos acentos que nos devuelven la voz de una escritora sincera y legítima en su verbo: “Padre: has de oír/ este decir/ que se abre en los labios como flor. Te llamaré/ Padre, porque/ la palabra me sabe a más amor (…) Por cuanto soy/ gracias te doy:/ porque me abren los cielos su joyel,/ me canta el mar/ y echa el pomar/ para mis labios en sus pomas miel”.
Murió la autora chilena el 10 de enero de 1957, cuando iba a cumplir sesenta y ocho años. Pero su verso sigue vivo. Su memoria lo merece.