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El juego del calamar, o cuando el juego acaba convertido en ‘macguffin’

Estamos ante una serie más que notable en la que el juego, de hecho, es secundario

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A raíz de la polémica suscitada por el impacto de El juego del calamar entre el público infantil, hubo quien la definió de manera acertada como una mezcla entre Parásitos y Los juegos del hambre; y en ese sentido, lo que hay que tener presente es que estamos ante una serie que se quiere parecer más a la película de Bong Joon-ho que a la saga inspirada en las novelas de Suzanne Collins.

Es la auténtica vara de medir para aproximarnos a un fenómeno televisivo que utiliza el gancho del juego como una excusa para abordar el drama que rodea a sus personajes principales, que es donde rebosa la esencia de toda la estructura narrativa, más allá de cada una de las seis pruebas que deben superar los jugadores, que ejercen en realidad de macguffin o distracción para introducir un acertado retrato de la sociedad capitalista contemporánea y del papel opresor que desempeñan los grandes órganos de poder económico del mundo, guiados por los intereses financieros de una clase selecta.

De hecho, y aunque todo el mundo quede impactado en el primer episodio con el desarrollo del juego de luz verde, luz roja, el capítulo más terrorífico de la serie es el segundo, en el que los personajes no se enfrentan a ninguna prueba, solo a la voz del guardián que les incita a seguir adelante, pese a la opción de abandonar, y que recuerda a las ofertas bancarias que se sucedieron durante la burbuja inmobiliaria, invitando a hipotecarnos como si estuviésemos ante la gran oportunidad de nuestras vidas.

Escrita y dirigida de forma notable por Hwang Dong-hyuk, El juego del calamar está concebida como un gran artificio, desde el momento en que todo cuanto sucede a los personajes en la isla en la que son confinados resulta inverosímil -empezando por el disfraz, impactante pero poco práctico, que visten sus captores- y hasta roza el ridículo con la llegada de los caprichosos millonarios que van a disfrutar en primera fila del espectáculo sangriento. Pero ese artificio es apenas el envoltorio que, una vez retirado, nos descubre un reducido universo colectivo en el que aparecen retratadas nuestras propias aspiraciones y nuestros dramas diarios, como piezas indispensables para el auténtico juego que se desarrolla muy  por encima de nosotros y en el que no dejamos de ser peones a merced de la voluntad y el criterio de quienes manejan el cotarro.

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